Nuestra relación con la propiedad industrial como país es poco estratégica cuanto menos. Hubo un tiempo en el que los estudiantes de las ramas científicas y de ingeniería dedicaban un semestre en la Universidad a la propiedad intelectual, hoy ni eso. Muy en línea con el hecho de que no más del 10% de la ciencia pública sale al mercado, siendo extremadamente generosos. En alguna ocasión he definido por eso a España como un “cementerio de patentes”.

El dato viene a corroborar las palabras del Premio Príncipe de Asturias Avelino Corma, cuando me confesó que vende el 80% de sus patentes fuera de España. “Muchas veces les he dicho a empresas españolas: 'Sé que no está en vuestro core business, pero si empiezas a desarrollar esta idea, podrás hacer en el futuro una aventura conjunta con una empresa de fuera y establecer relaciones, y a largo plazo posicionarte en una tecnología de futuro'”, me explicaba. Pero la realidad es que “si no es una idea con visos de dar resultado a corto plazo, no apuestan”.

La catedrática de Física de la Universidad de Oxford Sonia Contera decidió pasar una época en Japón para estudiar cómo una sociedad medieval había dado un salto tecnológico de 300 años en apenas 30, hasta el punto de ser capaz de vencer a un imperio como el ruso en 1905.

En efecto, países como Japón, Corea del Sur y, más recientemente, China decidieron proteger su integridad territorial apoyándose en la ciencia frente a la amenaza de la colonización. Ejercieron una auténtica soberanía tecnológica.

Hoy China ha erigido sobre intangibles su nueva Muralla. Según la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual, casi la mitad de las patentes para las que se solicita su convalidación son chinas. El plan 'Made in China 2025' parece haber pasado al 'Invented in China 2025'. Hasta 2035 el objetivo es consolidar esa posición y de 2035 a 2045 liderar la vanguardia de la innovación mundial.

China ha multiplicado los tribunales especializados en propiedad industrial, ha establecido beneficios económicos para los inventores y ha elevado la protección del secreto. Además, invierte en atraer a grandes talentos internacionales y en formar a los suyos en el extranjero para que después vuelvan y apliquen en casa el know-how adquirido.

Para desideologizar el asunto, conviene subrayar que el debate sobre el vínculo entre la propiedad intelectual y la innovación no existe en Europa. Las patentes son uno de los elementos que computan en el European Innovation Scoreboard. Y España no sale nada bien parada: si en 2014 apenas alcanzaba un índice de 49,4 sobre la media europea en este aspecto, en 2021 el dato había empeorado hasta quedarse en apenas 37,5... ¡de la UE 2014!

De forma intuitiva, se pueden observar las consecuencias de esta mala relación con las patentes en el Atlas de Complejidad Económica que elabora la Kennedy School of Government de Harvard. Si hacemos el recorrido temporal, vemos que los sectores en los que es competitiva España apenas han variado desde 1995, mientras en otras economías avanzadas han experimentado una fuerte transformación.

El ‘lost in translation’ en materia de patentes nos proporciona cada día avisos más elocuentes. Un informe del United Nations Environment Programme estima que el sector químico mundial duplicará su facturación entre 2020 y 2030, hasta los 6,6 billones de dólares (el PIB de Francia), eso sin tener en cuenta al sector farmacéutico.

Pero ahí está Cepsa, líder mundial, con el 15% de la cuota de mercado, en la producción de LAB, la materia prima más utilizada a nivel internacional en la fabricación de detergentes biodegradables. Acaba de anunciar que está dispuesta a vender su filial química.

Otros gigantes ligados al combustible fósil están comunicando también planes de desinversión en el sector químico, de modo que no se trata de un caso aislado. Lo relevante es que la tecnología Detal con la que se construyen las plantas LAB es colicenciada por Cepsa y UOP desde los años 90. Eso prueba que las patentes o las licencias no son un fin en sí mismo, el éxito depende de la capacidad para gestionarlas de forma estratégica, con visión holística de negocio. Ese es el problema real.

En cierta ocasión asistí en Londres a una reunión de la Oil and Gas Climate Initiative (OGCI) con los CEO de 10 de las principales petroleras del mundo: BP, ENI, Shell, Total, Pemex… Tuve la oportunidad de hablar allí con el consejero delegado de Repsol, Josu Jon Imaz, y le hice esta reflexión: cómo piensan liderar estas compañías la transición hacia una economía de emisiones cero si solo Shell aparece entre las 100 primeras en patentes en Europa y entre las 300 en patentes en Estados Unidos sólo la acompaña Total. Liderarán financieramente, pero no tecnológicamente.

La respuesta de Imaz fue que había que enderezar el sistema de protección industrial en España y Europa, “porque tener patentes es lo que da credibilidad a un proceso de innovación tecnológica”. Desde entonces Repsol ha ido reduciendo la apuesta por el centro tecnológico de Móstoles y ha pasado de casi una treintena de solicitudes de patente europea al año a la mitad.

En España, otorgamos el Premio Nacional de Innovación a una empresa eléctrica que presenta menos de 12 patentes europeas al año mientras General Electric o Mitsubishi Electric solicitan entre 600 y 800.

Hay quien dice: no se puede comparar con ellas, sino con otras similares como EDF (Electricité de France). De acuerdo, hagámoslo: según el buscador de la Oficina Europea de Patentes, Iberdrola tiene 71 registradas, por 176 EDF. Hay quien dice: General Electric es una empresa diversificada, con presencia en numerosos sectores, dispuesta a liderar el internet industrial. De acuerdo, ¿si ese es el camino, por qué no lo seguimos?

No es concebible que una empresa internacionalizada no apueste por las patentes. A los que minimicen el asunto hay que recordarles el que, para muchos, es el mayor robo de propiedad industrial de la historia: el de los planos del F-35 de la armada de EEUU. De ahí para abajo es la jungla.

España debe dar un giro de timón en este asunto. Porque, como digo en la primera frase del estudio introductorio del libro España a ciencia cierta, publicado hace unos días por Planeta y liderado por el científico Javier García, al frente de la Cátedra Ciencia y Sociedad de la Fundación Rafael del Pino, “por alguna razón España se siente más cómoda comprando que desarrollando tecnología”.