Jaime Olmedo durante su intervención en el ciclo de conferencias 'La libertad en el siglo XXI'.
Hablaré en los próximos minutos de libertad y cultura, dos verdaderos océanos.
Dejaré fuera los ámbitos que ya han sido o van a ser tratados de manera excelente en este ciclo como puedan ser la lengua, la educación, el pensamiento o la prensa, y que forman parte de un entendimiento amplio de la cultura. Me ceñiré, por tanto, a algunos aspectos culturales más concretos que quedan fuera de las otras conferencias.
Dada la amplitud del tema y la limitación que impone una charla como esta, me centraré en la intersección de ambas esferas, la libertad y la cultura, especialmente en el siglo XXI.
Esta conferencia podría ser una acumulación de anécdotas o dar noticia de extravagancias. Alguna habrá, pero pretendo hacer algo más reflexivo.
Introducción
El fundamento de la Modernidad es el proyecto ilustrado, cuya traducción en nuestros días es, en lo político, el Estado constitucional; en lo económico, la economía de mercado; en lo social, el Estado de bienestar, y en lo cultural, la sociedad abierta, aprovechando el sintagma acuñado por Bergson y retomado por Popper.
Sin embargo, “vivimos tiempos confusos. En lo tocante a la cultura, ésta no ha de ser un bien privativo de unos pocos, pues no forma parte de ninguna aristocracia artística o intelectual: es un patrimonio de todos que ha de llegar al conjunto de la sociedad “de modo que contribuya a formar ciudadanos libres, independientes en su criterio, mejor preparados para los retos de la vida y comprometidos con los demás”.
En efecto, la cultura provee de instrumentos para interpretar mejor la realidad. Por eso, ha sido vista con desconfianza por tiranos y dictadores temerosos del poder de revulsión que puede tener contra el poder político, pues –a pesar de las renuncias y automutilaciones en que ha caído a lo largo del pasado siglo– la cultura tiene mucho que hacer y mucho que decir.
En La littérature, pour quoi faire? (2006), Antoine Compagnon concluye que la cultura nos enseña a sentir mejor, que la cultura es “el lugar por antonomasia del conocimiento de uno mismo y del otro”. Sin embargo, se ha forjado la idea de que la cultura no sirve de nada, o de muy poco; cuando, por el contrario, es capaz de conducir a un conocimiento profundo del hombre y del mundo.
Por su parte, Todorov, en Littérature en péril (2007), expone cómo las instituciones, los medios de comunicación y la enseñanza han consolidado la hegemonía de la pobre concepción actual de la cultura. Sin embargo, concluye que la cultura puede hacer mucho, “puede desempeñar un papel esencial, pero para ello es preciso tomarla en ese sentido amplio y sólido que prevaleció en Europa hasta finales del siglo XIX y que está marginado en la actualidad, cuando lo que triunfa es una concepción absolutamente limitada”.
Poniendo el foco en los siglos XX y XXI, quiero anotar dos realidades que han condicionado la libertad en el ámbito cultural: el relativismo y la corrección política. Ambos fenómenos, surgidos y desarrollados durante la segunda mitad del siglo XX, han tenido dos paroxismos en este primer cuarto del siglo XXI: el relativismo ha derivado en la posverdad y la corrección política lo ha hecho en el wokismo y la cancelación.
Un poco de Historia
El ciclo se centra sobre la libertad en el siglo XXI, pero parte de las derivas que estamos padeciendo se iniciaron tiempo atrás. Hagamos un poco -muy poco- de historia.
Los historiadores coinciden en reconocer una “crisis universal de las letras y del espíritu” que afectó a todos los ámbitos (arte, religión, política, cultura…) y que se manifestó a partir de 1885.
Por un lado, hubo una reacción contra el realismo-naturalismo en arte, el positivismo en filosofía y el conformismo en la vida burguesa.
Por otro, se impuso la libertad creadora frente a las rígidas normas de escuela, un retorno a la intimidad (como fuente de pensamiento y de creación).
Se rechazó el positivismo racionalista que había imperado en la segunda mitad del XIX y comenzó a urdirse la trama de la que podría considerarse la filosofía contemporánea: el irracionalismo o antirracionalismo existencial, enraizado en autores como Schopenhauer y Kierkegaard, continuado por Nietzsche, Bergson o Freud; un irracionalismo que patrocina, explica y justifica algunas de las tendencias culturales desarrolladas en el siglo XX, como veremos.
De una forma sumaria, pero eficaz, podemos decir que, a una confianza en lo racional, sustituyó un refugio en lo irracional.”: Frente al arte por la idea, ahora el arte por el arte. Frente a la observación y la descripción de lo externo –bases del realismo-, ahora la sensación, el subjetivismo, los vagos anhelos del espíritu. Ya no se representa el mundo que rodea al artista, sino que ahora se expresa mediante símbolos e imágenes, a veces irracionales, lo que el creador siente, sus estados de ánimo.
En definitiva, comenzó un tiempo nuevo caracterizado por dos elementos principales:
- Desencanto ante los resultados de la industrialización, pérdida de fe en la técnica y el progreso defendidos por la burguesía conservadora.
- Rebeldía contra la estructura social.
Esto hizo que el arte y la cultura se situasen en los arrabales de esa sociedad cuestionada y el artista extremó los rasgos del romántico para definirse como un ser atormentado, asocial, marginal e insolente.
Surgió así la bohemia: formada de miseria y oposición a las normas dominantes, fue considerada una senda, si no la única, de perfección artística.
Jaime Olmedo 'Libertad y cultura'
En España, “[…] desde 1900, a la bohemia desharrapada se la conocerá como golfemia, en feliz mestizaje de golfo y de bohemio.” El inventor de la palabreja fue, Salvador María Granés, “comediógrafo y virtuoso de la parodia” autor de una divertidísima zarzuela La golfemia: parodia de la ópera “La Bohemia” en un acto y cuatro cuadros, en verso, música del maestro Arnedo (Madrid, Imprenta de R. Velasco, 1900). 'La bohème' de Puccini, estrenada ese mismo año de 1900 en España, en el Teatro Real el 17 de febrero y en el de La Zarzuela el 12 de mayo siguiente.
En la obra de Puccini la bohemia queda muy bien definida por Rodolfo cuando le dice a Mimì al final del primer acto:
“Chi son? Sono un poeta. / Che cosa faccio? Scrivo. / E come vivo? Vivo. / […] / Per sogni, per chimere / e per castelli in aria / l’anima ho milionaria”.
A partir de ahí, la bohemia se impuso casi como única vía de realización cultural y de los modelos originales se pasó a copias repetitivas, a malas imitaciones que resultaron cansinas.
Miguel de Unamuno escribió en su artículo titulado “El escritor y el hombre” (La Nación, 17 de abril de 1908) incluido en sus Soliloquios y conversaciones (1911): “Es muy cómodo declararse candidato á genio para dedicarse á canalla. Así, como suena, á canalla. Odio con toda mi alma la bohemia literaria, que entre otros menores vicios tiene el de la hipocresía, el del fingimiento. Conozco literato que, sin gustarle el vino, se dió á beberlo hasta emborracharse con él, nada más que para mantener su fama de literato. El poeta debe tener el pelo corto y el alma larga.”
La metonimia exterior del pelo corto designa una concepción cultural libre de esas ataduras, alejada de apariencias calculadamente bohemias, ajena a la imagen de romántico atormentado y contraria al entendimiento lúdico e impostado de la cultura.
Por su parte, la sinécdoque interior del alma larga describe la hondura espiritual, la dimensión vital de la cultura, frente a otra puramente sensual, esteticista y deshumanizada.
Son estas, precisamente, las bases y cimientos de las reacciones estéticas contra los cánones anteriores.
Así se explican movimientos desde mediados del siglo XIX como:
El prerrafaelismo inglés y su antirrealismo.
El parnasianismo francés, con su arte por el arte, creó un arte voluntariamente ajeno a todo lo que no fuera belleza formal.
El decadentismo parisino, que descubrió el encanto de los placeres prohibidos, de lo malsano, escandaloso y raro. Exaltó lo perverso, el placer, lo irracional, el consumo de drogas, el alcohol…
Su actitud –en muchos casos una pose- se extendió por toda Europa y se difuminó con el dandismo y la bohemia, y acabó convertido en un cliché repetido por epígonos sin gracia hasta el hartazgo.
El simbolismo, que se basó en la incapacidad e insuficiencia del lenguaje para transmitir el mundo interior, lo que le hizo recurrir al símbolo.
El impresionismo, en el que el artista ofrece una descripción imprecisa, vaga, difuminada, con imágenes sueltas y aisladas.
El expresionismo, en el que predominó la hipérbole, lo deforme, lo monstruoso… y hubo un rechazo o desprecio de los cánones clásicos de belleza. Persigue la emoción de lo feo, de lo desagradable.
En todos estos movimientos hubo un culto exacerbado a lo irracional y a lo formal, a lo estético, que postergaba la dimensión ética del arte.
Fue el momento en que los medios se convirtieron en fines.
Y he querido empezar por aquí porque todo esto explicará, como veremos, casi toda la cultura del siglo XX.
El siguiente paso fue el surgimiento de las vanguardias, que se definieron por una búsqueda de libertad y una ruptura con el canon tradicional. El vanguardismo fue el gran envite estético que atravesó toda Europa en los primeros años del siglo XX, de París a Berlín, de Roma a Zúrich.
La vanguardia fue el corte más profundo en la evolución estética de Occidente. “El horror de lo convencional y trillado les empujaba a la búsqueda ferviente de nuevos modos de expresión.” Y l concepto de verosimilitud, que había regido durante siglos la estética occidental, cayó en un absoluto descrédito. Se aspiraba a generar una nueva realidad distinta y autónoma: la obra de arte. El arte ya no era un reflejo de la naturaleza y se desprecia la milenaria tradición mimética que había tomado la realidad como derecho supletorio del arte; esto es, como su referencia.
En los cinco grandes movimientos internacionales del vanguardismo, que tuvieron resonancia -aunque diversa- en España, se exalta la libertad y se busca lo que Umberto Eco llamó “la originalidad excéntrica”.
Futurismo italiano: Marinetti habla de las “palabras en libertad”: “Il poeta debe stendere una rete di analogie sul mondo secondo una immaginazione senza fili, con parole essenziali, in libertà”.
Cubismo francés: Guillaume Apollinaire en sus Méditations esthétiques. Les Peintures cubistes (1913) habla de elementos abstractos, deshumanización...
Expresionismo alemán: toma la deformidad, la enfermedad y la locura como el motivo de sus obras. Ya no se imita la realidad; no les importa deformarla mostrando su aspecto más terrible y descarnado.
Dadaísmo: llevó a cabo una aniquilación estética, por ejemplo, componiendo ‘poemas’ con palabras tomadas al azar, o recitando a la vez varias sartas de sílabas sin sentido. Es la insignificancia absoluta. En su primer manifiesto de 1918, Tristan Tzara considera ya académicos los otros ismos: “Ya tenemos bastantes academias cubistas y futuristas: laboratorios de ideas formales.” Allí, insiste en la aniquilación de la tradición por encima de todo. Fue un movimiento:
-Hipervitalista
-Con multiplicidad expansiva de acciones (soirées, festivales, perfomances, lecturas, happenings…)
-Alaban la expresión espontánea
-Es más importante el autor que su obra: el “dadísta” que el “dadaísmo”.
Contrario a toda ética y valores, abrió la puerta al absurdo mediante asociaciones disparatadas en una actitud bufonesca.
Su historia de escándalo y renovación fue en buena medida absorbida por el surrealismo.
Surrealismo: al que en el manifiesto de 1924 André Breton define como “automatismo psíquico puro, en virtud del cual uno se propone expresar el funcionamiento real del pensamiento […] con ausencia de todo control ejercido por la razón y al margen de toda preocupación estética y moral. […] El superrealismo reposa sobre la creencia en la realidad superior de ciertas formas de asociaciones desdeñadas hasta la fecha, en la omnipotencia del sueño y en el juego desinteresado del pensamiento.” Se exalta incluso la locura frente a la razón. Este espontaneísmo absoluto del pensamiento, esta exteriorización del inconsciente se identifica con la máxima autenticidad.
De ahí la devoción de los surrealistas por los sueños frente a la realidad: la actividad onírica, sin intelección lógica ni control crítico, se concibe como la mayor y mejor fuente de sugestiones creativas.
Volados, pues, todos los puentes de la razón, el vanguardista aspira a lo que él considera una máxima pureza artística. Pero este irracionalismo conduce inevitablemente al hermetismo pues imposibilita la comunicación.
Así las cosas, la distancia cada vez mayor que los ensayos vanguardistas abrían entre las artes y el gusto colectivo se convirtió con el tiempo en “una de las paradojas más cómicas de la historia reciente de la cultura occidental” ya que fueron esos movimientos, con esencias revolucionarias desde sus manifiestos primeros, los que provocaron un “divorcio entre el artista y el público”.
La cultura se entregó a un continuo ejercicio de experimentos creadores.
Y aquello, que tuvo sentido en un momento histórico y cultural determinado, ha venido prolongándose interminablemente. Como escribió José M.ª Valverde en la segunda de sus Cartas a un cura escéptico en materia de arte moderno (1959), “por cada genio nunca visto, hubo noventa y nueve epígonos lamentables”.
Desde entonces, se ha cumplido un siglo de vanguardias; han sido tantas que a las primeras ya se las califica con el oxímoron de vanguardias históricas, clásicas o tradicionales y sus obras se muestran en los museos de los que los vanguardistas abominaban.
Tenemos, por tanto, un arte iconoclasta, hermético, lúdico, intrascendente, antirrealista y autosuficiente con algunas perversiones de su carácter esencial:
Es más importante el autor que la obra: la firma concede valor a una creación, y no al contrario.
Que lo espontáneo, la intuición o el rapto importan más que la técnica.
Que el artista es un ser antisistema.
Que la tradición no tiene valor alguno.
Que la razón no participa del proceso creativo.
Una vez que tenemos un arte de difícil comprensión, ante el que el público general se siente indiferente, extraño o adverso, es preciso generar una explicación que trate de hacerlo comprensible y que excluya socialmente a quien persista en su rechazo.
Y aquí empieza a comprometerse la libertad, pues entra en juego la crítica, entendida como todo un sistema de discursos secundarios en auxilio de la obra que proyectan una serie de taras sobre todo aquel que no participe del artificio.
Por este método, si la vanguardia original fue libertaria, la vanguardia continuada ha sido liberticida, pues ha pretendido monopolizar la agenda cultural, como luego veremos. Dejémoslo aquí de momento.
Ciencias Sociales
Vayamos brevemente ahora a otro ámbito: las Ciencias Sociales.
Desde hace décadas, el sistema generalizado de pensamiento es el relativismo.
Su aplicación en los ámbitos moral o cultural se ha traducido en una actitud acrítica y uniformadora que conduce al anarquismo epistemológico.
Bajo su fachada de aparente libertad frente al dogmatismo, puede llegar a enmascarar intereses personales, tendencias particulares o finalidades políticas.
Cuando se nos dice que no existe la verdad, ni la Historia ni los hechos objetivos, generalmente se nos quiere imponer otra verdad, otra “historia” particular.
En las alegaciones de la Real Academia de la Historia a la última Ley del Bachillerato (2021), por ejemplo, se denunciaba que el texto del Real Decreto apenas mencionaba los hechos históricos, mientras que, por contra, afirmaba abiertamente que el conocimiento histórico es modulable, relativo, inestable y subordinaba los hechos a esas observaciones, creando la sensación de que todo lo relativo al pasado es opinable.
Sin embargo, la verdad existe, y existe también el error.
Ya Ortega afirmó en la primera lección de su curso ¿Qué es filosofía? (1929) que “El supuesto mínimo de la historia es que el sujeto de quien habla pueda ser entendido. Ahora bien: no se puede entender sino lo que posee alguna dimensión de verdad. […] El supuesto profundo de la historia es, pues, todo lo contrario de un radical relativismo”.
Precisamente, el término con que los griegos nombraban la verdad, alétheia, significa literalmente lo contrario del olvido; es decir, aquello que perdura, lo que no muere, lo imperecedero. Como escribió Santa Teresa en una de sus Cartas, “La verdad padece, pero no perece” (Carta 79-5B, 26).
El resto es demagogia, relativismo o hipocresía y ya San Agustín definió a los hipócritas como aquellos “que te vuelven la espalda y no el rostro” (Las confesiones, libro II, cap. III).
Por eso, en estos momentos, es importante volver sobre la historia factual, “indagar sobre la verdad de los hechos” para lograr “la plena y pacífica posesión de su Historia y transmitir a las generaciones futuras el orgullo (consciente, racional y, por supuesto, crítico) hacia su pasado".
Sólo el conocimiento de la Historia nos conduce a la libertad. Mediante ese conocimiento, se lucha contra las dos políticas perniciosas que Timothy Snyder ha denunciado en Sobre la tiranía. Veinte lecciones que aprender del siglo XX (2017): la política de la eternidad, esto es, el pasado imaginado, y la política de la inevitabilidad, es decir el futuro conocido, inevitable. Si en la primera de estas actitudes hay una “hipnosis”, la añoranza de un pasado que realmente nunca ha existido; en la segunda, lo que hay es “un coma intelectual inducido” que no permite imaginar futuros alternativos.
Ambas opciones pivotan sobre dos contradicciones perversas: sobre el futuro no puede haber axiomas, sino esperanzas, imaginación, ilusiones. Por su parte, sobre el pasado no puede haber ensueños, sino certezas basadas en el conocimiento histórico. Una vez que se aceptan ambas políticas damos por supuesto que la historia ya no es relevante, sino tan sólo una mascarada.
La única solución a su estrago viene por la Historia. Tanto una política como la otra están originando una generación sin Historia; no obstante, la realidad -siempre imprevisible- suele romper con todas las políticas que insustanciales gurús –ebrios de actitud y ayunos de aptitud– van construyendo a base de algoritmos políticos que parecen funcionar en un estado de asepsia social.
Pero cuando la realidad impone sus certezas, saltan por los aires las argucias. Confiemos en que los jóvenes, sean capaces de despertar y convertirse en una “generación histórica”, que rechace las trampas que les han tendido las generaciones anteriores; pero para ello, tendrán que saber algo de Historia.
Ya en el año 2000, la Real Academia de la Historia, encabezada por Gonzalo Anes, elaboró un "Informe sobre los textos y cursos de Historia en los centros de Enseñanza Media" (http://www.rah.es/historia-en-los-centros-de-ensenanza-media/) que concluía hace veinticinco años que "si en otros países de Europa la historia está tan desatendida como en España, en ninguno la ignorancia sobre el pasado se utiliza con la finalidad política de tergiversar y de oponer. El mayor peligro que la Academia ve en la ignorancia es que facilita la tergiversación y el enfrentamiento".
Veinticinco años después, estamos exactamente en eso. La Historia se ha situado en el centro de la actualidad y una parte significativa del discurso y la acción política gira en torno a la interpretación interesada de períodos históricos.
Precisamente, ese desconocimiento ha conducido, por ejemplo, a la vandalización de estatuas de personajes históricos, a partir de una visión anacrónica y descontextualizada. El presentismo, que valora el pasado con parámetros actuales, es una más de las falsificaciones, tergiversaciones y manipulaciones interesadas que simplifica y desenfoca la Historia.
Lo mismo sucede con la pretendida “descolonización” de los museos, otra proyección del presentismo que, en el caso de España, no acierta ni en el nombre, pues hablar de descolonización supone asumir una colonización previa, que no se dio en el caso de España, que nunca tuvo colonias, sino provincias en Ultramar: los virreinatos.
Otra consecuencia recurrente es la exigencia de perdón colectivo por hechos individuales sucedidos hace quinientos años. Nadie puede ser juez omnipotente de hechos acaecidos hace siglos en contextos históricos diferentes; Hanna Arendt nos proporciona claves básicas respecto a la diferenciación entre culpa y responsabilidad y ambas son siempre individuales. No existen colectivamente.
La culpa, como ha recordado Carmen Iglesias, tiene nombre y apellidos y es fundamentalmente individual. Existe una responsabilidad por las cosas que uno no ha hecho, pero no existe algo así como sentirse culpable por cosas que han ocurrido sin que uno participe activamente en ellas.
No todo debe confiarse, pues, al “juicio de la Historia” como consuelo de que “una fuerza moral autónoma” puede “ajustar cuentas en el libro de los hechos y afrenta de la humanidad”.
No debe darse por sentado que la verdad saldrá finalmente a la luz en una versión secular del Día del Juicio Final; se ha de dar la batalla cultural en nuestro tiempo histórico en vez de esperar “la acción de una fuerza externa” y autónoma en una especie de tribunal del mundo, como dijo Schiller.
Solo un pasado historizado puede informar válidamente al presente, mientras que un pasado mantenido permanentemente actual no puede sino ser fuente de polémicas partidarias y ambigüedades".
La Historia lo es todo menos simple y hay que huir de lo que Burckhardt llamó los “terribles simplificadores”. Una visión liberal de la historia se basa en “considerar la libertad como el bien máximo tanto del individuo como de la sociedad”, en creer que “los derechos del individuo tienen primacía sobre los del grupo”, en que “no se debe admitir jamás que el fin justifica los medios” y, finalmente, cultivar “la disposición a entenderse con los que no piensan igual o tienen formas de vida diferentes”.
En su contestación al discurso de ingreso del Padre Batllori en la Real Academia de la Historia (8 de junio de 1958), Gregorio Marañón escribió que “[e]s más fácil morir por una idea, y aun añadiría que menos heroico, que tratar de comprender las ideas de los demás. De aquí que la calidad más alta del historiador sea la tolerancia.”
Sucede, sin embargo, que entre una “derecha displicente” centrada en la mera gestión “liberada de molestos debates ideológicos”, y una “izquierda complaciente” que sigue anclada en su “imaginaria superioridad ética” se han abierto las puertas al rostro actual de la demagogia histórica: el populismo: “Pura y simplemente, el peor camino posible para una sociedad madura y compleja, pero, en el fondo, vulnerable y desarraigada.”
Arte
Volvamos al arte. Hemos visto cómo el arte del siglo XX comenzó con un aire libertario. Los grandes movimientos europeos nacían con una voluntad de ruptura respecto de la tradición mimética y realista anterior. Todo esto parecía conquistar terrenos de libertad para la cultura, pues las vanguardias históricas supusieron un cuestionamiento del canon tradicional y el establecimiento de un nuevo orden estético desligado de la realidad.
Pero en lugar de ampliar el canon, se vino a sustituirlo por otro, y el canon tradicional quedó arrumbado en el rincón de lo trasnochado, lo caduco y, en ocasiones, lo políticamente incorrecto.
Por eso, fue tan militante y polémica la publicación por Harold Bloom de su Canon occidental a finales del siglo XX, en 1994 en una época en que los estudios literarios se veían contaminados por todo tipo de ideologías espurias y pretendidamente progresistas, bajo el dictado de lo «políticamente correcto». El libro suponía la reivindicación de la antigua idea de canon, o «catálogo de libros preceptivos», y proponía un recorrido por la historia de la literatura occidental a través de los veintiséis autores que consideraba capitales. Bloom reivindicó la autonomía de la estética sin intenciones de redención social como reacción contra lo que él denomina la “Escuela del Resentimiento”: un mejunje crítico formado por multiculturalistas, marxistas, feministas, neoconservadores y neohistoricistas.
Aquel espíritu de libertad de las primeras vanguardias se fue pervirtiendo a lo largo de un siglo -el XX- de “prolongado y fastuoso suicidio” (Compagnon), y el credo vanguardista de la transgresión se aplicó con el rigor y la exclusión propia de las más tiránicas hegemonías, de modo que apenas quedó espacio de libertad para un arte diferente.
En La responsabilité de l’artiste (1997), Jean Clair mostró y demostró las falacias políticas y estéticas de una vanguardia hoy, paradójicamente, “institucionalizada y funcionarizada” que ha pasado de la subversión a la subvención.
Como "un gigantesco espectáculo y un negocio", define Félix de Azúa "todo el enorme montaje que hay sobre las vanguardias y el arte contemporáneo".
No extrañan, pues, su carácter lúdico, ni su ensimismamiento estético, ni algunos ejercicios intranscendentes con la novedad y la transgresión como única razón de ser. El aire de vanguardia ha desembocado en puro espectáculo provocativo, en una sucesión de transgresiones, según ha mostrado Anthony Julius en su libro titulado precisamente así Transgresiones. El arte como provocación (2002).
Pero más que transgresión, en muchos casos no se trata más que de cinismo, -"más ligado al deseo de escandalizar y alcanzar fama" que ha provocado que la historia del arte del último cuarto del siglo XX y principios del XXI esté plagada de imposturas y falsedades.
Y así surge la estética moderna frente a la tradición. El feísmo, la desestetización del arte contemporáneo es un proceso que dura ya un siglo, basado en una resistencia a lo bello, y a lo sublime.
Se ha llegado a definir al artista contemporáneo como aquel que atenta simbólicamente contra la belleza como resultado artístico. Es la Estética de lo peor (2011), por aprovechar uno de los títulos de José Luis Pardo, y la novedad reemplazó a la belleza y a la verdad en el gusto colectivo.
La desestetización del arte contemporáneo es una deliberada falta de voluntad canónica. La coartada para asumir el feísmo la formuló Clement Greenberg: “Todo arte profundamente original parece feo al principio.”
“Ya no hay modo de saber no sólo si algo es bueno o mediocre, sino que ya ni siquiera sabemos si algo es arte o no lo es.”
Vicente Verdú lo ha denominado “la sublime institucionalización del camelo”. En un mundo de resentimiento, como dice Sándor Márai, la belleza será un insulto y el talento una provocación.
Sin embargo, una ruptura no puede ser continuada en el tiempo, pues deja de serlo. El arte necesita una vocación constructiva, una pulsión afirmativa para su constitución.
En algunas manifestaciones de la cultura contemporánea ha parecido actualizarse, el conocido argumento del engaño a los ojos que Cervantes utilizó en su Retablo de las maravillas (1615). Son muchos los ejemplos de este tópico literario a lo largo del tiempo, pero quiero detenerme en el desarrollo que Cervantes hizo en su conocido entremés, pues es el más completo y se asienta sobre los siguientes pilares:
la cuquería de quien engaña
la sugestión colectiva de los receptores
el temor a la exclusión social
la pérdida de libertad y
la ruptura del embeleco por parte de alguien llegado de fuera y que no participa del embaucamiento inicial.
Me permito repasar mínimamente el argumento del entremés cervantino:
Los cómicos Chirinos y Chanfalla se confabulan para llevar a cabo un embuste; para ello, se presentan en un pueblo inculto, anunciando su espectáculo y sirviéndose de tretas como la adulación de las autoridades locales que les salen al paso y la mención de que van camino de la corte, desde donde han sido, supuestamente, llamados.
Una vez acordado esto, se expone el núcleo del engaño: dos taras como ser converso y ser hijo ilegítimo impedirán ver lo que allí aparezca. El miedo al señalamiento público hará confesar lo que no se ve, e incluso glosar y ponderar lo que sus sentidos no aprecian.
Comenzado el espectáculo de la nada, la sugestión colectiva y el temor a la exclusión social hace que todos digan ver lo que no ven. En medio del alborozo general, tan solo un personaje -Capacho-, que pregunta incrédulo, y el gobernador -dotado de una cultura mayor que el resto- parecen dudar.
Este último, al no ver nada, dice: “todos ven lo que yo no veo; pero al fin habré de decir que lo veo, por la negra honrilla” y comienza incluso a dudar de su condición: "¿Mas si viniera yo a ser bastardo entre tantos legítimos?", se pregunta.
En medio de este delirio colectivo, llega un furrier, solicitando que se disponga alojamiento para treinta hombres de armas que están al llegar. Pero los espectadores identifican al militar como a un personaje más del espectáculo por más que lo niegue el mismo responsable del retablo.
El furrier, ajeno al engaño, supone la irrupción en escena de la realidad, del sentido común y ante las acusaciones de ser judío pues dice no ver nada -"ex illis es" le gritan los espectadores- comienza la refriega. En el final, lo único importante para Chirinos y Chanfalla es que, gracias al fundamentalismo de su propio público, no se ha desmontado el embuste y que al día siguiente podrán mostrar al pueblo entero su Retablo con la ganancia crematística que supone.
Pues bien. Como decía, algunos episodios de la cultura actual cuentan con sus embaucadores Chirinos y Chanfalla, con su alcalde y su resto de espectadores, con el gobernador correspondiente y su negra honrilla, con el silencio colectivo, pero también, en algunas ocasiones, con sus furrieres, que suelen ser cancelados. Las razones de exclusión social son ahora distintas, pero igual de implacables: conservador, retrógrado, reaccionario, tradicional, colonialista, intolerante…
Hay momentos, por tanto, en que parece decretada una República de la que se expulsa a quien no acierte a ver las maravillas de una cultura en muchas ocasiones cuestionable.
Por poner ejemplos solo dentro del arte contemporáneo, pensemos en Marcel Duchamp y sus ready-mades, Piero Manzoni y sus deposiciones, Damien Hirst y sus animales suspendidos en formol, Gunther von Hagens y su plastinación de cadáveres humanos, las performances de Joseph Beuys, etc.
Numerosas artes han llegado a la más paradójica negatividad: la tendencia al blanco en pintura, la potenciación del silencio en música –por Anton Webern o Karlheinz Stockhausen- o en poesía, la dominancia del hueco en escultura, un cine sin filmación, una alta costura que no viste o una cocina que no sacia.
Todo un conjunto de prácticas que contrasta, como detectó Gombrich, con los tremendos logros científicos del siglo XX: “If you think of deciphering of the genetic code and the worship of Duchamp for having exhibited a urinal, the contrast is only too obvius”.
La crítica y el circuito cultural
Llegados a este punto, cuando la obra de arte, como creación primaria, es incapaz de comunicar al espectador, necesita el auxilio de toda una cohorte de discursos secundarios.
El arte de vanguardia requiere, por tanto, generar su propio discurso crítico-interpretativo para poder ser descodificada.
A la obra de arte se la ha vaciado de significado (a veces ni siquiera se titula: Sin título I, Sin título II…) y se ha dejado esa configuración semántica en manos del receptor. Las denominadas estéticas de la recepción desplazaron la capacidad asertiva de la enunciación artística y delegaron en la multiplicidad receptora la tarea de interpretar.
En ese momento, surge la crítica para “orientar” ese juicio estético delegado.
Por esta razón, a la crítica se le ha asignado “el cincuenta por ciento de la culpa” cuando hace casi siglo y medio que Sainte–Beuve reclamaba ya para la crítica el papel de juez frente al de abogado.
Toda esa aldea de críticos, galeristas, comisarios, marchantes, conservadores… es lo que Tom Wolfe denominó “Culturburgo”.
José Luis Pardo, en Estética de lo peor, asemeja las vanguardias históricas, a “enfermos incurables” en fase terminal que sobreviven con “cuidados asistenciales intensivos” prestados por el mercado y los discursos críticos.
Desaparecida la tradición y sus reglas, incapaz el mercado de deslindar el trigo de la paja, cuando no hay modo fiable de conocer el valor de cada cual, es fácil que unos acaben enfermos de inseguridad y que otros, conocedores de lo que se negocia, hagan un uso estratégico de loas y críticas, administrando autoestimas y vanidades.
Aprovechando el título de la obra de Antonie Compagnon (2015), un demonio recorre el mundo de la cultura: El demonio de la teoría. El siglo XX, sobre todo en su segunda mitad, asistió a una explosión teórica y en las aulas y circuitos culturales se dedica más tiempo a leer y a explicar lo que teóricos han dicho sobre obras artísticas o literarias que a estas mismas obras. Y se ha ido generalizando por doquier aquello que Ferrater Mora etiquetó como “cantinfleo filosófico”.
Como avisó Umberto Eco, “hay una peligrosa herejía crítica, típica de nuestros días, según la cual podemos hacer lo que queramos de una obra literaria, leyendo en ella todo lo que nuestros más incontrolables impulsos nos sugieren. No es verdad. Las obras literarias nos invitan a la libertad de la interpretación, porque nos proponen un discurso con muchos niveles de lectura y nos ponen ante las ambigüedades del lenguaje y de la vida. Pero, para poder jugar a ese juego […], hay que estar movidos por un profundo respeto hacia […] la intención del texto".
La actitud ante una obra de arte ha de ser, por tanto, la combinación de una doble acción ya reseñada por Stefan Zweig cuando en 1940 trató de la recepción ante El misterio de la creación artística: humildad –“una sensación de gran humildad” afirmaba– y esfuerzo.
Hemos de volver a entrar en contacto directo con las obras después de muchos años de habitar lo que Steiner denominó “la locura mandarina del discurso secundario”, “el régimen de lo parasitario” o “el dominio bizantino del discurso secundario y parasitario” que acaba por ahogar las obras primarias.
Con motivo de la entrega del Premio Príncipe de Asturias 2001 de Comunicación y Humanidades, George Steiner avisaba en una entrevista contra la tendencia postestructuralista de confundir el genio del creador con el trabajo del crítico: “El señor Cervantes, el señor Lorca y el señor Shakespeare no necesitan al señor Steiner, pero el señor Steiner los necesita a ellos”, respondía.
La estética ha de interpretar el arte no solo para comprender el arte, sino para comprender el mundo; y ha de interpretar al artista no sólo para comprender al artista, sino para comprender al hombre.
El valor y la desvalorización
Se ha dicho que los artistas contemporáneos “son empresarios en un mundo artístico que también es un mercado del arte”. El relativismo cultural y artístico ha establecido el valor a las obras sobre patrones monetarios; arte, publicidad y consumo se amalgaman actualizando el conocido aviso machadiano en Nuevas canciones (1917-1930), por el que “Todo necio / confunde valor y precio”.
La firma es ya bastante para fijar una cotización y levantar todo un discurso exegético laudatorio: “lo que da valor a un cuadro es la firma, exactamente igual que sobre un cheque -dice Leonardo Sciacia-. (Algún día haré una exposición de telas sólo con mi firma, para venderlas a precios más bien altos; y sugeriré al marchante esta frase publicitaria: 'Píntalo tú mismo, un gran pintor ya te lo ha firmado')".
"Cuando empezaba el siglo [XX], cultura era un acto sustantivo de creación intelectual; cuando terminaba, era en buena medida pura publicidad, esto es, la venta de un producto". "La cultura de consumo y el consumo de la cultura" son rasgos caracterizadores de nuestra época más actual.
Escudadas en el relativismo, prácticamente todas las disciplinas artísticas y culturales se deslizaron durante el siglo XX hacia una estetización deshumanizadora. Ese relativismo se ha manifestado en el “todo-vale” posmoderno, el “anything goes” del que habla Feyerabend, el “todo es arte” que reprueba Bernard Noël, el “omnihilismo” que censura García Valdecasas, el todo es posible que diagnosticó Danto, el “value free” contra el que previene Gombrich.
Ahora que el gran siglo del formalismo, el siglo XX, parece haber entrado, por su anquilosamiento –en lo que Ortega en El tema de nuestro tiempo (1921–1922) llamó, para la cultura, “su hora hierática”, la verdad -parafraseando al Steiner de Nostalgia del Absoluto (1974)- tiene futuro. Un porvenir en el que, como dice Kundera en el último párrafo de El telón (2005), “el arte dejará de buscar lo nunca dicho y volverá […] a ponerse al servicio de la vida colectiva”, en el que una nueva rehumanización y las aportaciones formales más inteligentes del siglo XX se alíen.
Posverdad
Por su parte, en las Ciencias Sociales, el relativismo dio un paso más en 2016, con la primera campaña electoral de Donald Trump y el referéndum sobre el Brexit. Aunque se había acuñado con anterioridad, ese año se difundió el concepto de posverdad, a caballo entre la propaganda política y la manipulación mediática. Posverdad es el término cursi con el que la corrección política ha rebautizado la mentira, pues no otra cosa puede ser la “distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales.” (Real Academia Española, Diccionario de la Lengua Española).
De ahí que sea alarmante la perversión del lenguaje, que para Carmen Iglesias supone quebrar “en mil pedazos la confianza cognoscitiva occidental”. Mientras tanto, la charlatanería, la heterogloxia, la verborrea y el lenguaje políticamente correcto se enseñorean de una posmodernidad plagada de “puritanismo tramposo” y “tabúes lingüísticos”.
Se reformulan conceptos y el idioma se pervierte. Hace pocos años, algunos arabistas españoles trasladaron su propuesta para una nueva definición de “reconquista”. Según ellos, debería quedar así: “Noción historiográfica correspondiente a una ideología legitimante de la expansión y conquista de los poderes cristianos peninsulares sobre territorio musulmán”. Y, por ejemplo, un cáliz expuesto en un museo español aparece descrito en la cartela como “Objeto sagrado de gran importancia simbólica”. En fin.
El hombre de nuestros días viene "arrastrando el hilo del relativismo desde siglos atrás, y con el que ha hecho un enredo difícil de deshacer".
Para lograrlo, hay que participar de lo que John Milton en Areopagítica (1644) llamó el “esfuerzo comunitario por la Verdad”, ése que frente a la “raza de embaucadores” va de cerro en valle y de valle en cerro recogiendo trozo a trozo los pedazos de la verdad que hayan quedado esparcidos. “Todavía no los hemos encontrado todos”. Queda, pues, mucho por hacer y la cultura es instrumento imprescindible.
Frente al relativismo, hay que reivindicar el espíritu crítico, el juicio estético discriminador, anestesiado por completo en épocas de corrección política, que ha tenido una última consecuencia.
Corrección política y cancelación
Todo este sistema, calificado como “dictadura del relativismo”, “la nueva tiranía”, o un “totalitarismo blando” o “suave”, no permite ninguna disidencia de ese credo cultural.
Se expulsa o se prohíbe el acceso a cualquier sospechoso de incompatibilidad con ese nuevo absolutismo del que, en muchas ocasiones, se hace seguidismo sectario e ignorante. Una actitud que me recuerda una escena del Juan de Mairena plenamente actual:
"- A usted le parecerá Balzac un buen novelista -decía a Juan de Mairena un joven ateneísta de Chipiona.
- A mí, sí.
- A mí, en cambio, me parece un autor tan insignificante que ni siquiera lo he leído".
Para luchar contra esa tiranía, la cultura secuestrada debe recuperar su libertad. Como expone Marie-Claire Uberquoi en ¿El arte a la deriva? (2024): “Vivimos en plena dictadura de lo políticamente correcto, lo cual a menudo hace peligrar la libertad de expresión, y desemboca en la llamada cancel culture. El neofeminismo, la inclusión, la obsesión por la diversidad, [el postcolonialismo] la ecología radical, las cuestiones de género y la reivindicación de las minorías se han convertido en los nuevos dogmas que dominan el mundo de la cultura y cuya influencia en el arte ha provocado nuevas derivas hacia el activismo político; una opción que parece ser casi un imperativo a juzgar por los contenidos de las recientes ediciones de Documenta y la Bienal de Venecia, y por la programación de numerosos museos de arte contemporáneo".
Todas esas causas han desembocado “en una suerte de nueva ‘religión’” que “ha empujado a los museos a revisar la presentación de sus colecciones en nombre de la corrección política”.
El espacio posmoderno ha sido dominado por la diseminación, por una “falta de convergencia hacia algún absoluto” y, ha conducido a un “inmenso vacío”, un “hambre de lo trascendente”, a lo que Steiner llama una Nostalgia del Absoluto. Entre los intentos por llenar el vacío central surgieron las mitologías o “teologías sustitutas” del marxismo, el psicoanálisis y la antropología estructural. Pero también la religión del arte.
Por esa razón, “En la sociedad del ocio, los museos se han convertido en el lugar de peregrinaje de miles de turistas y de nuevos consumidores de la cultura, que acuden a estas ‘catedrales laicas’ para descubrir las últimas tendencias de la creación artística […].” Son “los nuevos templos de la modernidad”.
El conservador de arte contemporáneo “oficia” y en las nuevas basílicas “multiplica las genuflexiones y los encumbramientos […] bautiza y consagra, pronuncia sermones o prédicas, con los que pretende comentar lo inefable e incrementar el encanto del misterio.” Y el museo de arte contemporáneo queda convertido, como se dicho alguna vez, en “el altar al dios desconocido”.
Este movimiento ha ido más allá de la legítima reparación de casos de discriminación social o racial, y ha dado lugar a la ‘cultura woke’” que, bajo el pretexto de denunciar determinados estereotipos, “ha degenerado en la llamada ‘cancel culture’, que amenaza con censurar cualquier expresión literaria o artística susceptible de herir a tal o cual grupo social, étnico o sexual.” O incluso cualquier percepción subjetiva. Un nuevo moralismo brotado principalmente en los campus norteamericanos.
En su libro La religión woke, Jean François Braunstein denuncia que “una ola de intolerancia sumerge el mundo occidental y se lleva todo por delante: universidad, escuela, colegio, empresas, media y cultura con el propósito de deconstruir la herencia cultural y científica de Occidente".
En este sentido, los autores “a menudo no se definen como ‘artistas’, sino como ‘activistas’.” Y algunos museos públicos parecen tener una agenda más política que cultural (ej.: MNCARS).
Lo que reafirma todo esto es “el sometimiento del arte [y la cultura] a la política.”. El denominado ‘arte sociopolítico’ “a menudo busca el escándalo y la provocación gratuitos.” El problema es que “[c]on demasiada frecuencia se tiende a juzgar el trabajo de un artista únicamente en función de sus tomas de posición y de su compromiso social o político, y no por su capacidad creadora; es decir, se valora más la ideología que la estética.”
Todo esto conduce a la censura; y también -lo cual es peor- a la autocensura.
“Pero, que quede bien claro, no criticamos a los artistas por inspirarse en la sociedad en la que viven [que siempre se ha hecho], sino a aquellos que se limitan a instrumentalizar el arte [y la cultura] y lo ponen al servicio de determinados dogmas sin ser capaces de conferir a sus propuestas una verdadera dimensión artística".
Cierre
Hace poco más de cien años que, en El tema de nuestro tiempo (1920-1921), Ortega trató sobre “Cultura y vida” y estableció lo que él tituló “El doble imperativo”, es decir, un “doble mandamiento: la vida debe ser culta, pero la cultura tiene que ser vital”. Y continúa diciendo: “Se trata, pues, de dos instancias que mutuamente se regulan y corrigen. Cualquier desequilibrio en favor de una o de otra trae consigo irremediablemente una degeneración. La vida inculta es barbarie; la cultura desvitalizada es bizantinismo".
He querido ahondar hoy en la segunda máxima –que “la cultura desvitalizada es bizantinismo”-, pues parece asumirse sin problemas, y con un consenso generalizado, que "[l]a vida debe ser culta”, pero no tan francamente que “la cultura tiene que ser vital”.
Y ¿qué quiere decir que la cultura tiene que ser vital?
Ortega hablaba de “lealtad con nosotros mismos”, imperativo vital que hubiese llevado a eliminar de la cultura “todas aquellas formas de ella que son incompatibles con la vida, que son utópicas y conducen a la hipocresía" con el fin de evitar que esa cultura artificial quedase “cada vez más distante de la vitalidad que la engendra y, en su espectral lejanía, condenada al anquilosamiento”. Insistía Ortega en que “[l]a cultura nace del fondo viviente del sujeto y es como he dicho con deliberada reiteración, vida sensu stricto, espontaneidad, ‘subjetividad’. […] La cultura sólo pervive mientras sigue recibiendo constante flujo vital de los sujetos. Cuando esta transfusión se interrumpe, y la cultura se aleja, no tarda en secarse y hieratizarse".
Sin embargo, hemos corrido el riesgo doble de deshumanizar el arte, por un lado (un arte sin vida), y vulgarizar la realidad, por otro (una vida sin arte). Y digo esto en 2025 cuando se cumple exactamente un siglo de la publicación de La deshumanización del arte de Ortega en 1925.
Renunciar a la dimensión humana de la cultura y colmarla de consignas políticas supone caer en un artificio vacuo o tendencioso. Como dice Todorov, un “corsé de juegos formales, lamentos nihilistas y egocentrismo solipsista”, que se prodiga en el “gueto formalista” o sectario en que ha caído la cultura.
Tras un siglo entero de vanguardia y de teorías en torno a ello, la cultura ha sido trasladada al espacio de lo accesorio, de lo innecesario, de lo superfluo o inútil.
Se ha generalizado, por vez primera en la historia, la idea de que la cultura es un ornato fastuoso que subsiste, de manera prescindible, en lo que Gombrich, desde la introducción a The Uses of Images (1999), llama su “nicho ecológico”, un microclima impostado, vano y ocioso. Se ha llegado a asumir la inutilidad del arte y la cultura fuera de un entorno intrascendente, iniciático y exquisito. Sin embargo, no siempre fue así.
La cultura, o es una necesidad o es una necedad. ¿Y en qué consiste esa necesidad? Uno de los retos mayores del hombre sobre la Tierra es conocerse a sí mismo y una de sus misiones es, con base en ello, comprender a los demás. Para lograrlo, la cultura, como producto del espíritu humano, es clave, pues recoge la gran expresión histórica de nuestra esencia racional y emocional. Por eso, la historia de la cultura es la historia del hombre. Y en los clásicos, escuchamos “la voz de la humanidad".
Las grandes obras culturales nos sirven "para tratar de entendernos y de entender el mundo que nos rodea".
El hombre necesita, desde la inteligencia y la belleza, contarse historias que, en unas ocasiones, expliquen, complementen, celebren o exalten su existir; y en otras, que lo testimonien, lo denuncien, lo contradigan, lo alejen, lo compensen o lo alienten.
"Seríamos peores de lo que somos sin los buenos libros que leímos, más conformistas, menos inquietos e insumisos y el espíritu crítico, motor del progreso, ni siquiera existiría.”, como dijo Vargas llosa en Elogio de la lectura y la ficción, en 2010, como discurso previo a la recepción del Nobel.
El arte y la cultura deben recuperar “su aura y su carácter sublime como contrapunto a los embates de una sociedad materialista, donde la mediocridad y la vulgaridad, ahora ampliadas por las redes sociales, triunfan por doquier.” Sin embargo, siguen vigentes resortes propios de una vanguardia ya centenaria y “gran parte del arte actual difundido en la escena internacional sigue buscando lo espectacular, la provocación y los golpes de efecto supuestamente transgresores".
Es lo que Mario Vargas Llosa denominó 'La civilización del espectáculo' (2012), en un ensayo que es una durísima radiografía de nuestro tiempo y nuestra cultura. La banalización de las artes y la literatura, el triunfo del periodismo amarillista y la frivolidad de la política son síntomas de un mal mayor que aqueja a la sociedad contemporánea: la idea temeraria de convertir en bien supremo nuestra natural propensión a divertirnos.
En el pasado, la cultura fue una especie de conciencia que impedía dar la espalda a la realidad. Ahora, actúa como mecanismo de distracción y entretenimiento. La figura del intelectual, que estructuró todo el siglo XX, hoy ha desaparecido del debate público. Aunque algunos firmen manifiestos o participen en polémicas.
En ese sentido, la rehumanización de la cultura es uno de los grandes desafíos del siglo XXI.
La madurez de un pueblo se mide por la independencia de sus individuos frente a lo que se espera de sus gobiernos. No podemos instalarnos en lo que Robert Hughes ha acuñado como La cultura de la queja (Madrid, Anagrama, 1994) de una “ciudadanía infantilizada”; un ciudadano Peter Pan que no está educado en la exigencia de los deberes; un individuo sin responsabilidad y sin autocrítica.
La libertad es un arma decisiva para no dejarse vencer en la militancia cultural que se trata de imponer. La esperanza reside siempre en aquellos ciudadanos con espíritu crítico y personalidad individual y libre.
Es el momento de exigir de la cultura la libertad y el interés ético fundamentales para la supervivencia de la civilización, una fuerza interior capaz de hacer que la cultura merezca de nuevo la posición eminente que tuvo en el pasado y que, parece, ha venido perdiendo.
La cultura es el más valioso de los bienes que podamos atesorar. Es nuestro más preciado patrimonio, nuestra más radical posesión. Aquello que hayamos logrado aprehender nos constituirá como personas y no podrá sernos arrebatado jamás.
Cuando el general y rey helenístico Demetrio I, tomó la ciudad de Megara, preguntó al filósofo Estilbón si había perdido alguna cosa y éste respondió: “Ninguna; todas mis cosas están conmigo”. Su patrimonio había sido saqueado, el enemigo se había llevado a sus hijas y su patria había sido invadida. Y sin embargo, “Todas mis cosas están conmigo”.
Por todo ello, la cultura es quizás la más decisiva virtud cívica en estos tiempos, pues termina redundando en el mayor bien común y logra la plenitud de su destino en los otros, en la sociedad, que será cada vez mejor con cada aportación personal.
Gracias al espíritu crítico que fomenta, hace más libre al ser humano y convierte nuestra sociedad en “un hábitat de libertad, de diversidad, de belleza compartida”.
Muchas gracias
*** Jaime Olmedo es filólogo y académico.