En un momento en el que la posverdad se disfraza de mentiras interesadas, donde la desafección social nos lleva a las retroutopías de "cualquier tiempo pasado fue mejor", y donde el futuro se convierte en el temor más pavoroso de todos los miedos —la incertidumbre—, es necesario que partamos de definiciones claras e inequívocas: la cultura es la condición de posibilidad de la democracia.
Ahora bien, no podemos olvidar, ante la decadencia de las ideologías, la desilustración de la política —la cual abandona el pensamiento crítico y la razón pública junto con la pérdida de confianza de la ciudadanía—, pues la cultura está siendo secuestrada por aquellos que tienen como objetivo que la democracia liberal fracase.
Hay quienes pretenden sustituir ese sistema político que nos ha permitido el establecimiento de un Estado social y de derecho por una sociedad del yo frente al nosotros. De esta manera, la cultura se convierte en un entretenimiento que promueve la desconexión política y nos encamina hacia un nihilismo social.
Y, además, no puede ser el arma para una batalla que no es cultural, sino ideológica.
La democracia, para ser defendida, ha de ser ampliada. La cultura es el instrumento que nos ayuda a generar los relatos que nos identifican y alientan para construir el modelo social que deseamos.
El arte es la expresión de las ideas, la transformación simbólica de los anhelos y las preguntas que nos ayudan a avanzar como sociedad democrática.
En un momento donde se ponen en duda el papel de la democracia y de los poderes públicos, debemos recordar que "la política es el arte de gobernar un espacio público compartido y lleno de contradicciones", como ha recordado el expresidente González.
Las contradicciones se superan desde el diálogo y el consenso, desde la comprensión de que vivimos y convivimos en espacios comunes, y que el futuro solo existe cuando sus señas de identidad son la igualdad, la libertad y la solidaridad.
Hoy, aquellos que alimentan los populismos y la sociedad de la posverdad (es decir, la mentira) ponen en duda que los valores fundamentales de la Revolución francesa —que se convirtieron en la base del espíritu ilustrado de las nuevas democracias— puedan ser conjugados al mismo tiempo.
Nada más lejos de la realidad. Ninguna democracia moderna puede sustentarse sin estos tres principios irrenunciables e inseparables: una ecuación social perfecta.
José Ortega y Gasset escribió en Misión de la universidad que la cultura es "el sistema de ideas vivas que cada tiempo posee". La cultura es más que entretenimiento: es el principio donde nacen las sociedades democráticas y avanzadas.
Es el instrumento con el que se construyen los relatos que sustentan los valores cotidianos de la sociedad y, por ende, del presente y lo que está por venir. Y, también, es el fin último: la manera en la que imaginamos los futuros, los contamos y los hacemos realidad. Por eso es una condición indispensable para el refuerzo de la democracia.
Ilustración diseñada por la OEI.
Además, si entendemos la democracia como un saber distribuido de la sociedad, tenemos que hacer que la cultura se convierta en la inteligencia colectiva que nos ayuda a construir un contrato social global para la región, sustentado en la Carta Cultural Iberoamericana. La diversidad cultural de la región es el mejor legado para imaginar el futuro.
Una herencia que representa la viveza de las tradiciones como expresión de la historia y la cultura compartida, del potencial creativo y del talento de un pueblo que aspira a ser el referente de los valores que hacen de una democracia un ejemplo de convivencia.
Partimos de una buena base desde las políticas culturales de Chile o Uruguay, que incluyen la cultura como dimensión del bienestar social; o de la iniciativa colectiva que ha puesto en marcha laboratorios de innovación ciudadana, o la red iberoamericana de animación con los Premios Quirino; o los proyectos Ibermuseos o Ibermedia como mecanismos de cooperación.
La cultura, y por ende la democracia, no se construye contra nada ni nadie. Se crea desde la libertad de las ideas, desde la igualdad de oportunidades para todas las personas y desde la solidaridad como ética pública, que determina que solo desde una visión compartida se puede imaginar el futuro.
Las amenazas son muchas. Los desafíos, infinitos. Los retos, posiblemente inabarcables. Sin embargo, hay una certeza que es inexorable: desde el individualismo, desde el enfrentamiento de mi yo frente a tu yo, o desde el seguidismo a aquellos que niegan la realidad generando valores que no nos representan como sociedad, tan solo vamos al caos social.
Este es el momento de saber que nuestro futuro común iberoamericano lo decidimos nosotros. Que, más que nunca, es necesario generar espacios de diálogo, de consenso y, por qué no, de disenso pactado.
Este es el momento de volver a los valores esenciales que han hecho posible el avance de las sociedades avanzadas en la región. Que la tecnología es imprescindible, y que la cultura lo que mejor hace es humanizarla.
Este es el momento de reforzar las instituciones con esos valores que hacen de la democracia un espacio común de todos. Que tenemos que pasar de ser actores secundarios de un guion que han escrito otros a ser los actores principales de nuestro relato.
El dilema humano pasa por entender que los imaginarios colectivos se construyen en la democracia y para esta. La cultura no tiene las respuestas, sino que tiene la capacidad de hacernos las preguntas correctas, generar los espacios para las ideas, imaginar el futuro y hacer del arte la expresión de nuestros anhelos, ilusiones y valores compartidos.
Sin arte no hay creatividad. Sin creatividad no hay relato. Sin relato no hay cultura. Sin cultura no hay democracia. Sin democracia no hay futuro.
