Rogelio Núñez
Publicada

La actual coyuntura de crisis de la democracia en América Latina —y en el mundo— se explica, en una buena parte, por la creciente ineficacia de las instituciones democráticas para dar respuesta a las demandas ciudadanas.

Una dinámica que permite la emergencia de líderes iliberales que aprovechan ese talón de Aquiles de la institucionalidad democrática para alimentar el malestar de la ciudadanía.

Democrática e institucionalmente débil

Latinoamérica es una región que, pese a todo, sigue siendo mayoritariamente democrática. Como recuerda Carlos Pagni, las recientes crisis que ha padecido Argentina habrían acabado, entre 1930 y 1976, en golpes de Estado, "pero logramos resolverlo de otra manera: dentro de los canales institucionales, un motivo de celebración desde la perspectiva histórica".

Sin embargo, son unas democracias de baja calidad institucional. Manuel Alcántara alerta sobre ese mal funcionamiento de las instituciones, lo que provoca una "ambivalencia democrática: la idea de que, si bien las instituciones formales de la democracia (elecciones, división de poderes, sistemas de partidos) siguen presentes, su funcionamiento real se ve afectado por dinámicas que socavan su calidad. Las reglas del juego democrático suelen ser frágiles, fácilmente manipulables por líderes con aspiraciones hegemónicas".

En esa debilidad institucional se escudan los regímenes iliberales para legitimarse. Para Nicolás Maduro, "la democracia occidental está agotada".

Por su parte, Nayib Bukele persigue a los opositores, gobierna en permanente estado de emergencia, logra la reelección ilimitada y alardea de su autoritarismo: "Me tiene sin cuidado que me llamen dictador. Prefiero eso a que maten salvadoreños".

Sobre esto, Andrés Malamud ve cuatro razones para que los votantes apoyen a estos líderes antidemocráticos: "Primero, priorizan los resultados sobre los derechos. Segundo, la gente tiende a preferir narrativas simplificadas. Tercero, la brecha entre el pueblo y las élites se ha ampliado. Cuarto, se ha desatado una reacción cultural (contra) la imposición de valores progresistas que la gente común considera ajenos a la tradición".

El acoso a las democracias procede también de los gobiernos democráticos. En Argentina, Javier Milei despliega un arsenal retórico plagado de insultos contra la oposición. Una actitud que a Joaquín Morales Solá le recuerda a las advertencias de Hannah Arendt: "Cuando el odio se convierte en la norma del discurso público, la violencia se convierte en su consecuencia inevitable".

En México, la reciente elección judicial provocó que los principales tribunales del país quedaran bajo el control del partido oficial. Enrique Krauze señala cómo "Morena detenta un poder absoluto que las urnas no le concedieron. ¿Qué ha hecho con él? Destruir el Estado de derecho, la división de poderes, la propia República".

Democracias disfuncionales

El problema de las democracias en Latinoamérica ha estado, históricamente y hasta la actualidad, en la creación de instituciones eficaces y en la generación de ciudadanía.

En Brasil, por ejemplo, la relación legislativa-ejecutiva, que se articuló desde los años ochenta en el modelo de "presidencialismo de coalición", ha entrado en decadencia. Marco Aurélio Nogueira subraya que el modelo ya no sirve porque "es un tipo de presidencialismo que 'impide' que el gobierno gobierne, o lo obliga a gobernar mal".

Sobre la ausencia de ciudadanía, Fernando Bafeientos subraya que no "se puso mucha atención en la cultura política democrática, que requiere una ciudadanía atenta e interesada, pero el mejor indicador no es la participación electoral, sino el compromiso con la democracia, y este es más difícil de observar".

Ilustración creada por la OEI. Organización de Estados Iberoamericanos

Sin ciudadanía y sin instituciones fuertes y eficientes, la legitimidad en los países latinoamericanos ha quedado sostenida solo en el crecimiento económico que ahora no se da: la región atravesó una segunda década perdida (2014-2023) y se halla transitando la tercera.

Alberto Vergara, para el caso peruano, apunta que esa única legitimidad que sostenía al modelo ha desaparecido, además de lo siguiente: "Los peruanos ya no reciben beneficios ni siquiera de ese único ámbito que funcionaba medianamente bien. Era un país sin justicia (ni legal ni social), pero al menos chorreaba…. El punto es que llevamos una década sin producir riqueza en ritmos que puedan disminuir la pobreza ni afectar a la desigualdad".

¿Hacia una posdemocracia?

Esta situación de "democracias fatigadas" abre la puerta a un nuevo período, de "posdemocracia", que puede degenerar en sistemas iliberales (Manuel Alcántara). Pero no se trata de una profecía autocumplida.

Es posible evitar que ese período de posdemocracia se convierta en una época de expansión de los autoritarismos. Es un momento de recreación democrática. Alcántara señala que la clave pasa por "fortalecer la democracia en la región, recuperar la confianza social, renovar los partidos, garantizar la rendición de cuentas y defender la independencia de las instituciones".

Y añade: "La estrategia democratizadora exclusivamente basada en las elecciones regulares y en su estructura formal, sin haber tomado conciencia de una falencia estructural muy severa en lo atinente a la debilidad, y en muchos casos ausencia, del estado como conjunto institucional complejo, está condenada al fracaso".

Las democracias fallan cuando son ineficientes a la hora de combatir la inseguridad, promover la estabilidad económica, la gobernabilidad y la cohesión social.

También por su impericia o colusión para enfrentar la corrupción. Martín Tanaka advierte que "se ha perdido el ímpetu y el sentido de desarrollar mejores iniciativas para combatir la corrupción. Se ha producido un cambio político sustantivo, y ahora el énfasis parece estar puesto en una suerte de 'garantismo', donde se vela por los derechos de los investigados y procesados, antes que por evitar la proliferación de la corrupción".

En ese contexto, algunos viejos debates —entre más o menos estado— han quedado obsoletos. Franz Flores apunta que "sin un Estado fuerte no hay proyecto neoliberal, libertario, estatista o socialista que pueda tener éxito. Mientras el Estado esté a merced de grupos que operan en la ilegalidad, ningún proyecto económico o político será viable".

Hoy, dice, "el desafío radica en construir un Estado fuerte; que después sea grande o pequeño es un detalle menor". También queda añeja la dicotomía "mano dura" vs. "mano blanda" frente a la inseguridad.

Rodrigo Pérez de Arce piensa que hay que "exigir que los sistemas democráticos sean capaces de combatir el crimen organizado sin renunciar al debido proceso, la presunción de inocencia y el control judicial de los poderes ejecutivos. La alternativa no es elegir entre seguridad o derechos, sino reinventar formas de persecución que refuercen, en lugar de socavar, los valores democráticos".

En resumen, estas democracias acosadas y fatigadas poseen, en su propia institucionalidad —reformada y reactualizada—, su castillo interior para resistir el desafío de los autoritarismos.

Sobre esto, Andrés Malamud sostiene que hay que volver a maridar dos términos ahora divorciados: liberalismo y democracia. Aunque suene contraintuitivo, las democracias deben aprender de sus enemigos —los populismos demagógicos— no para imitar sus tendencias autoritarias, sino para canalizar el malestar ciudadano.

Malamud subraya que "para sobrevivir, la democracia liberal debe cumplir, no solo predicar. La empatía y la proximidad no son conceptos demagógicos; son generadores de confianza. Las reformas de América Latina deben abordar tanto las necesidades materiales como las simbólicas, combinando la justicia con la recuperación económica, en lugar de los compromisos legalistas".

Sin embargo, apunta, "cuando la democracia se convierte en un territorio de las élites, frustra su naturaleza primordial: un gobierno del pueblo. Y cuando se convierte en un ritual de elecciones sin resultados, frustra su propósito último: un gobierno para el pueblo".