Capilla Sixtina

La Constitución de las lealtades quebradas

3 diciembre, 2019 00:00

La Constitución española de 1978 se construyó como un entramado de lealtades territoriales y políticas. Fundamentalmente, soñaban los constituyentes con solucionar los problemas entre territorios que habían torturado la convivencia durante todo el siglo XX, sobre todo en Cataluña y País Vasco. ¿La formula? Que nadie se sintiera ajeno al proyecto nacional ni al margen de la gobernación. La lógica subyacente, obvia: si todos participan en la construcción del país, lo verán como algo suyo. España, al fin, sería el resultado equilibrado de la implicación de los territorios y los ciudadanos en la articulación de un Estado de derechos y deberes universales.

¡Ah!, pero pronto, muy pronto, se quebraría ese marco de lealtades. En el País Vasco se incrementó la acción de ETA. A los hijos y nietos del PNV les incomodaba la democracia. Preferían una dictadura que pintara de heroísmo patriótico sus atentados y crímenes. Surgirían los años de plomo, bombas y miedo. Al PNV le vino de maravilla. Con el manejo de un doble lenguaje se apuntó a la quiebra intermitente de la lealtad en función de sus movimientos de poder, al mismo tiempo que blindaba su autonomía. “Es necesario que algunos muevan el árbol para que otros recojan los frutos”, diría el señor Arzalluz. Explicaba al público el juego de deslealtades que había regido la actuación del PNV durante aquellos años. En Cataluña, el camino se recorrió a la inversa. Se afanaron en mantener lealtades a medias, eso sí, que facilitaron la gobernabilidad de España. En paralelo, incrementaban su poder y su capacidad de influencia. Durante diversas legislaturas crearon una burbuja identitaria en la que encerraron a sus ciudadanos a la manera de “1984”, la novela de Orwell, para cuando llegara el momento estratégico de materializar “el sueño de nuestros abuelos”.

No fueron solo los territorios quienes quebraron las lealtades de la Constitución. También han contribuido los partidos políticos entre sí. La Constitución se articuló sobre los ejes izquierda-derecha. A ellos les correspondería la gobernación. Lo que imponía un conjunto de lealtades básicas para ambos. Si un partido obviaba la lealtad con el adversario, la Constitución se debilitaría, de la misma manera que cuando lo hicieran los territorios. Y eso sucedería sí uno u otro, en el proceso de andadura democrática, no admitiera, en sus relaciones gobierno–oposición, la existencia de asuntos de Estado o negaran, unos a otros, capacidad para gobernar. El Sr. Aznar fue el primero en quebrar esas las lealtades al no reconocer como asunto de Estado la lucha contra el terrorismo de ETA. Crearía tendencia. En cuanto a la negación del otro para gobernar, lo escenificó el PSOE con su famoso “no es no”. Un error en su formulación. Más tarde, y no sin abrasivas tensiones internas, rectificaría. En el presente es el PP el que ha adoptado la posición del "no es no”. Un error, solo que agravado. Con algunas diferencias, muy sobresalientes, respecto al PSOE. Mientras la opinión pública reprochó a los socialistas su comportamiento desleal con presiones persistentes de la opinión pública, incluidas las vueltas y revueltas de los adversarios internos de Sánchez, nadie presiona ahora al PP. La mayoría de los medios de comunicación silencian o comparten que la derecha no permita a la izquierda formar un gobierno estable. La olla de aquellos meses subió tanto la presión que Sánchez dimitió y el Partido Socialista se acercó temerariamente al abismo.

En la semana que comienza (de celebraciones constitucionales), el PP sestea agazapado a la espera del fracaso de Sánchez. Poco importan España, la estabilidad de gobierno, la crisis de la economía, el desgobierno. “Nosotros o el caos”, parecen decir. En un contexto así, las lealtades constitucionales quiebran inexorablemente.