Capilla Sixtina

El hechizo de Cataluña

6 noviembre, 2018 00:00

Durante la Transición y los años inmediatos, Cataluña construyó un relato que  hechizó a los españoles. Se presentaban como demócratas, europeístas, globales, modernos y buenos gestores, antídotos naturales contra cualquier tipo de nacionalismo o localismo. Los políticos constituyentes, por su parte, tuvieron la ambición de elaborar una Constitución que superara definitivamente los desencuentros  que habían marcado el siglo XX. La Constitución del 78 aspiraba a solucionar los conflictos territoriales, sociales e históricos que no había podido resolver la Segunda República. Incluso se acometió una descentralización  hasta esos momentos insólita. Todos los territorios podrían tener acceso a un autogobierno que corrigiera los fallos ancestrales del centralismo anterior.

Como consecuencia del hechizo la  derecha renunció a sus espacios electorales en favor de Convergencia i Unió, un partido afín del espectro político. Mientras la izquierda, los socialistas sobre todo, contribuían a dotar al relato de pulcritud democrática y de nación plural. Cataluña y País Vasco serían copartícipes activos de la gobernación de España. Bien es verdad que no les gustó nada la descentralización que recogía la Constitución. Desconfiaban de tanta descentralización. Para llegar a un acuerdo se crearon dos vías de acceso a la autonomía. El articulo 151 para los territorios especiales. El 143, para el resto.

Aprobada la Constitución, con una democracia recién estrenada y apoyada por los principales países de la Europa Comunitaria, todo fue viento a favor. Se transfirieron competencias del Estado, algunas exclusivas, con sus dotaciones económicas correspondientes. Cataluña y País Vasco participaban decisoriamente en la gobernación de España, aunque de reojo miraban hacia sus territorios.  Se incrementaban las competencias y recursos económicos. Los recursos siempre terminaban resultando insuficientes y planteando la necesidad de nuevas formulas de financiación de las Comunidades Autónomas. Cobró  fuerza en el relato el victimismo y el agravio, algo que se había ensayado, aunque, no de manera intensiva, en los primeros años de la Transición. Luego vinieron los Juegos Olímpicos. Cataluña se postuló como la única capaz de organizar aquellos Juegos.  El dinero empezó a fluir. Las empresas catalanas notaban sobre su estatus y su bolsa los beneficios de las variadas operaciones productivas que unos Juegos Olímpicos concitan. Barcelona transformó su perfil de puerto antiguo. Todos éramos Cataluña, aunque asomaba  de fondo el resquemor de si lo catalanes  veían las cosas con perfiles tan patrióticos. El primer contratiempo serio surgió con la construcción del AVE. Se sintió como una  afrenta intolerable que la primera línea del tren de alta velocidad fuera Madrid- Sevilla y no Madrid-Barcelona. Tras el éxito real de los juegos olímpicos, las demandas de más competencias no disminuyeron y los discursos empezaron a virar lentamente. El relato pasó de la unión de conveniencia con España a la idea a de que lo que convenía ahora era lo contrario.  Así se siguió avanzando hasta desembocar en el declarativo “España nos roba”, que ahora se silencia.

Hemos llegado al año 2018  en una situación de divergencia entre Cataluña, que quiere ser nación independiente, y el Estado que no encuentra la formula, igual que en los tiempos de la República, para atajar el problema. Rajoy y su displicencia hacia el conflicto catalán proporcionaron el pretexto que justificó el “procés”. Rajoy ya no gobierna España. El Sr. Sánchez ha cambiado radicalmente la estrategia. Se insisten en el diálogo hasta la extenuación. Aún así, resuena en estos días la negativa catalana a apoyar los Presupuestos Generales del Estado. Buscan el lío. Cuanto peor le vaya a España, mejor les irá ellos. Apenas quedan cenizas del hechizo. Estamos en algo que no me atrevo a calificar. Aunque buena pinta no tiene.