Nueve años después del 15M, los partidos que trataron de apoderarse del movimiento ciudadano -Izquierda Unida y Unidas Podemos (nacido después)- están en el Gobierno. El discurso social de los indignados ha llegado a las élites. Y no por esos partidos sino porque su mensaje ha marcado el arranque del siglo XXI.

La lucha contra la desigualdad forma ya parte de los discursos de manual de empresas, gobiernos e instituciones. Se ha visto estos días en el Foro Económico Mundial de Davos y también, en Fráncfort.

La llegada de un 'búho' -como ella misma se bautizó- a la presidencia del Banco Central Europeo (BCE) va a impulsar un cambio de rumbo en la institución monetaria que implicará la revisión de todas sus políticas pasadas y de sus mantras intocables, incluido el objetivo de inflación.

La revolución tecnológica, el envejecimiento de la población europea o la crisis climática serán los pilares de la hoja de ruta que Christine Lagarde presentará antes de final de año para sentar las bases de la estrategia del BCE que reemplazará a la que se diseñó antes de la puesta en circulación del euro y se modificó en 2003, hace ya 16 años.

La crisis de deuda de la periferia del euro convirtió al banco central en el financiador del agotado Estado de Bienestar europeo. Si el Ejecutivo de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias puede permitirse el lujo de prometer tras los Consejos de Ministros aumentos de gasto -otra cosa es que el nuevo comisario Paolo Gentiloni les permita cumplir con esa promesa- es gracias a que el guardián del euro sostiene la prima de riesgo española, las subastas del Tesoro e incluso la deuda corporativa.

La inyección de dinero en los mercados por parte del BCE ha dopado la economía y las finanzas públicas, al tiempo que ha ayudado a los bancos europeos a superar la crisis.

De forma silenciosa, el BCE está obligando a la banca a abonar la factura de la crisis que el sector financiero propició en 2008 a través de una política de tipos de interés anormalmente bajos que están dañando la cuenta de resultados de las entidades europeas.

Pero tras una década de estímulos financieros sin precedentes y crecimiento económico endeble en la eurozona, todo está sobre la mesa del nuevo BCE.

Sobre la mesa está revisar la "dinámica" de la inflación, que Rafael Doménech describe como la grasa necesaria que necesita un motor [en este caso, el económico] para engranar sus funciones. Pero también impulsar la transición ecológica y forzar a los bancos europeos a financiar 'proyectos verdes'. 

La sostenibilidad de precios de Wim Duisenberg, Jean-Claude Trichet y Mario Draghi, los economistas antecesores de la abogada en el cargo, no sirve para el discurso social de Lagarde, que ayer compareció ante la prensa con el broche de una lechuza dorada en su solapa.

La francesa quiere que su mandato aparque el debate entre 'halcones' y 'palomas' para centrarse en los problemas de los ciudadanos. Una idea que a estas alturas no resulta novedosa.

Y si no hubo tabúes para acabar aplicando los LTRO (siglas de las inyecciones que en traducidas al español son operaciones de refinanciación a largo plazo para los bancos) -que no querían los halcones-, tampoco los habrá ahora para debatir la implantación de lo que ya está bautizado como el helicóptero monetario.

Ese helicóptero no es otra cosa que el BCE inyecte dinero directamente en las cuentas bancarias de cada uno de los ciudadanos europeos por un periodo determinado para elevar la inflación.

Una idea que fue esbozada en Fráncfort por el francés Benoit Ceuré, que acaba de finalizar su mandato en el BCE, para luchar contra futuras bajadas de tipos de interés hasta niveles absurdos para los economistas.

"Si se ha hecho con los mercados, ¿por qué no con los ciudadanos?", se preguntan ya los búhos.