El espejo es un espejismo. Y es así porque los observadores con pretensiones, incluyendo casi todo el periodismo, todavía no han entendido a estas alturas la anterior revolución, la de internet.

Dieron y dan por hecho que el mundo se homogeneizaba cuando en realidad se hacía infinitamente más heterogéneo y complejo; nunca han tenido más voz e influencia las minorías: cualquier minoría por el hecho de serlo.

Consideraron y consideran que las anomalías de la conducta humana aumentan sobremanera porque ven a idiotas haciéndose selfies al borde de acantilados (justo antes de despeñarse) o sonriendo frente a una barricada urbana en llamas, o porque tienen acceso desde sus pantallitas a extravagancias sexuales o alimentarias, a estúpidos desafíos tribales. Están confundidos: creen que antes no existían prácticas tan demenciales solo porque no tienen noticia de ellas.

Si quieren salvajadas y locuras en grupo no tienen más que revisar la Historia. La lista es interminable. ¿Son capaces de encontrar hoy en Europa algo parecido al experimento de los anabaptistas en Münster hace quinientos años? Nuestros tiempos son asombrosamente civilizados y cuerdos, amén de justos y humanitarios. Siempre en términos relativos, casi da vergüenza apostillarlo.

Creen también los observadores miopes —y aquí es donde iba yo— que el actual exhibicionismo no tiene parangón. En realidad, solo se ha democratizado. Eso supuestamente tan característico de nuestro tiempo, el observar compulsivamente cómo los demás nos observan, estaba en todas las sociedades occidentales refinadas (y no sé si en las orientales) al menos desde el Renacimiento.

Para establecer de una vez por todas cómo los vería el mundo encargaban los ricos bustos y retratos, grupos escultóricos para sus tumbas, panegíricos de las mejores plumas, odas de los más laureados poetas. Toda la hipocresía victoriana, post napoleónica o del diecinueve ruso, plasmadas en unas decenas de novelas magníficas y en unos centenares de novelas mediocres, podría reducirse —el ejercicio no es difícil— a una obsesión vital sobre el modo en que los burgueses, los nobles o los funcionarios observaban cómo les observaban.

Lo propio del mundo de hoy, o del que está a punto de llegar, no es la sociedad orgánica controlada por un poder, o por unos pocos. Es lo contrario: el estallido de las individualidades. La paulatina miniaturización de las identidades en lo político, y su correlato empresarial, la microsegmentación, nos anuncian una feliz individuación final. Y al que se gane la mirada de sus congéneres solo cabe decirle: bien jugado, la humanidad lleva un puñado de siglos con esa fijación.