Cuando era pequeña –tres años tenía, o eso creo– estuve enferma, pero enferma de verdad. Una rubeola virulenta se instaló en mi cuerpecito, y durante muchas semanas pasé un calvario de nauseas, dolor de cabeza y fiebre altísima, inyecciones y visitas del médico con su cargamento de medicinas repugnantes y sus órdenes desabridas: “tose… abre la boca… levanta el brazo… hay que pincharte otra vez”.

Me dicen que es imposible, pero recuerdo perfectamente aquellos días febriles y eternos, encamada en mi lecho pintado de blanco, con mi madre preparando caldos de pollo y un ejército de pacientes solícitos que me llenaban de mimos y me traían golosinas que ni si quiera tenía ganas de comer. Una tarde, en medio de la fiebre, vi a mi padre sentado al lado de mi cama. Había llegado de trabajar un poco antes y me traía como regalo un cajita de tiras de plastilina de colores. Por aquel entonces éramos una modesta familia de cuatro miembros que vivía de alquiler en una buhardilla sin ascensor, y cualquier obsequio sencillo tenía el poder de alegrarnos el alma. Pero yo estaba demasiado débil incluso para ilusionarme con el presente. Apenas le presté atención, y entonces mi padre abrió aquella caja de plástico y, desmañado e inhábil, hizo para mí un pequeño muñeco de plastilina.

Entre las brumas de los 39 grados pude ver su cara: estaba serio, estaba triste. Preocupado por mí. Creo que esa fue la primera vez que tuve conciencia de que hasta qué punto mi padre me quería, de que más que una niña enferma yo era un ser humano capaz de provocar inquietud y de despertar amor. Pueden creerme o no, pero estoy viendo ante mí, cuarenta y tres años más tarde, a un hombre joven que trabajaba doce o trece horas al día y que intentaba convocar una destreza inexistente para hacer un muñeco de plastilina a su hija enferma.

Hace unos días mi padre cumplió 75 años y yo no pude estar con él porque mis obligaciones me lo impidieron. Sé que un día me reprocharé amargamente no haber sido capaz de driblar el trabajo y los compromisos para brindar con él, pero espero que sepa que aun estando lejos recuerdo cada cosa que me enseñó y todo lo que hizo por mí a lo largo de mi vida, empezando por aquellos muñecos de plastilina con las piernas torcidas que se sostenían malamente en una mesilla de noche colonizada por cajas de aspirina infantil, frascos de jarabe y el termómetro de mercurio. Feliz cumpleaños, papá. Y gracias por todo.