Lo supe por ella: mi compañera –y mi amiga– Begoña Villacís me mandó un mensaje al móvil con una fotografía de la pintada que alguien había hecho en la pared de su casa. No voy a escribir sobre Begoña, porque no hace falta. La gente la va conociendo. Es una mujer valiente, noble, generosa hasta el extremo. Por encima de todo, una persona excepcional cuya calidad humana no ponen en duda ni siquiera sus más encarnizados enemigos políticos.

Begoña no precisa que se la defienda porque es de esos seres ante los que las ofensas se deshacen como un azucarillo por inconsistentes. No hablaré de Begoña Villacís sino de la pintada que se encontró en la casa donde vive con su familia.

“Zorra”, ponía. Cómo no. Cuando se trata de ofender a una mujer, es el adjetivo más a mano. El idioma español cuenta con una generosísima galería de insultos, pero si la destinataria del epíteto va a ser una mujer, nadie duda de que “zorra” es la elección más acertada. Las cinco letras que decoran la fachada de la casa de Begoña Villacís condensan un historial de cobardía y de machismo, que suelen darse la mano.

A un hombre se le pueden insultar de muchas maneras, pero a una mujer lo primero que hay que llamarle es zorra, para ponerla en su sitio, y luego ya veremos, como si una vez acreditado que es un putón lo demás diese lo mismo. Toda mujer que haya osado significase mínimamente ha sido obsequiada con el piropo de marras.

Una vez, hace dos o tres años, me enfrenté a un hombre que no quería ceder a una chica ciega su asiento en un autobús. Me llamó zorra a gritos. Pues miren, prefiero ese improperio a otros muchos que ni siquiera se le pasaron por la cabeza al cromañón que pretendía seguir sentado mientras una invidente viajaba de pie.

No sé si se dan cuenta de que, en pleno siglo XXI, las mujeres escuchamos lo de zorra como quien oye llover. Porque nos lo han llamado a todas. Porque siempre hay alguien dispuesto a arrojar esa palabra sobre alguien, no importa quien, siempre que sea mujer. Nuestros esquemas han cambiado, aunque los suyos sigan siendo los mismos que hace cincuenta, quizá hace cien años. Los pobres imbéciles creen que llamar zorra a una mujer es una buena forma de achantarla. No tienen ni idea.

Un abrazo, Begoña, y explícales a tus hijas que quien hizo esa pintada era un cernícalo a quien, en el fondo, le gustaría que estuvieses en casa calladita y no haciendo una labor extraordinaria en el Ayuntamiento de Madrid.