Fue el viernes, pero parece que hayan pasado siglos desde que fuimos conscientes de haber entrado a empujones en un nuevo capítulo de la historia de Europa. Digan lo que digan los optimistas, ya nada será igual. Las masacres de París se han llevado la poca inocencia que nos quedaba, y tratar de recomponer la situación es tan absurdo como pretender pegar los trozos de un recuerdo de familia que se ha roto en pedazos minúsculos. Europa intenta despertar del shock, pero la tragedia es demasiado grande y la hemos vivido en directo.

De todas las imágenes atroces de estos días, de todas las escenas que se desplegaron ante nosotros como un abanico de horror, me quedo con el vídeo de los espectadores del Francia-Alemania que abandonaban el estadio de fútbol cantando a voz en grito La Marsellesa.

Aquellas personas habían escuchado explosiones y visto al presidente Hollande abandonar el recinto. Sabían que fuera se estaba desatando el infierno, que sus vidas y las de los suyos corrían peligro, pero decidieron salir cantando, y no cualquier cosa, sino el himno apasionado que anima a la sociedad a marchar sobre el enemigo.

Cantaban, supongo, para insuflarse valor, para desafiar a los malvados. Cantaban para sentir que estaban vivos y unido frente al desastre. Sí, tiene que ser maravilloso llenarse los pulmones con una canción que han cantado siglos antes miles de compatriotas. Marchemos, hijos de la patria…

Reconozco que me dan envidia esas naciones que han sabido preservar sin complejos un puñado de símbolos comunes de los que echar mano para rearmarse moralmente cuando el barco zozobra. Nosotros tenemos un himno sin letra que un aspirante a presidente califica de pachanga cutre y que es silbado sin piedad cuando se interpreta, inocentemente, antes de un partido de fútbol. Un himno denostado por aquellos que ignoran su historia y que es imposible cantar más allá del triste "lolololololo", un himno que nadie se atreve a decir que es hermoso porque hemos perdido la perspectiva sobre él, y porque los himnos tienen que ser poemas con música y no sinfonías que cada cual interpreta como le da la gana.

Vecinos franceses, en el tiempo del dolor, en el tiempo del miedo y de la angustia, siéntanse afortunados: han sabido escribir tan bien su propia historia que ahora les queda el consuelo de poder refugiarse en el abrazo unánime del más bello canto colectivo. Marchemos, hijos de la patria, que ha llegado el día de la gloria…