Somos padres por muchos motivos y todos igual de lícitos. Solo me permito el lujo de juzgar a los que reciben a sus herederos con el argumento de que así lo quiso la divina providencia sea quien sea el maldito Dios que se haya erigido en su nombre. Ante el resto de argumentos como mucho escucho.

Ningún padre se parece a otro y tampoco hay madre que se repita. Coincidimos en detalles porque aprendemos los unos de los otros, imitamos los defectos de los que nos parieron y hasta copiamos lo que repudian otros por el simple hecho de pertenecer a su misma tribu. Justificando lo injustificable si hace falta.

Lo único que nos une a todos los padres de cualquier especie animal es la incapacidad de ver sufrir a nuestros hijos. Y da mucho miedo pensar que desde un hospital cuestionaran la petición de unos padres de que su hija de doce años dejara de agonizar lentamente. Casi me da más miedo en este caso que cuando son los de la ciencia infusa los que predican sin el ejemplo de una muerte digna. A los primeros les presupongo la capacidad salvadora de un superhéroe; a los segundos los evito si puedo.

Maldita educación la que convierte el sacrificio en un camino hacia la gloria y necesita heridas lacerantes para conceder sosiego. Nos han acostumbrado a que la vida sea un suplicio y están empeñados en que la muerte sea un martirio pero estoy incapacitada para que dicten esas escrituras los que presupongo que tienen claro el concepto de vida, los que saben distinguirla bien de la muerte.

Los pediatras del Hospital Clínico de Santiago eligieron enredarse en palabros, cuestionar el sufrimiento ajeno justificando la resurrección de los cuerpos. Andrea merecía que su cuerpo, mente y alma dejaran de existir. Sin agonía. Sin más melodrama. Sin tanta exhibición que permite a cualquiera opinar al respecto.

Derecho a morir sin dolor y sin sufrimiento. Derecho a que el camino hacia la gloria no sea un suplicio. Fortuna para que la misma providencia de la que reniego se lleve de una vez por todas a mi hijo si su vida es una tormento.

Hay quien ha exigido penitencia a Andrea y a sus padres sin que cometieran ningún pecado; hay quien ha argumentado basándose en hipótesis más que en demostraciones. Hay quien ha cedido a que alcanzaran el descanso eterno solo después de hacerlos pasar por el purgatorio.

Qué suerte tienen algunos de que el bochorno más absoluto no duela tanto.