Sheldon Glashow, premio Nobel en 1979.

Sheldon Glashow, premio Nobel en 1979. Julio Miravalls

Investigación

Glashow, premio Nobel, destaca cómo las grandes casualidades se convierten en el motor de la innovación

El Nobel de física señala que la suerte puede ser en un factor determinante en momentos decisivos para los avances científicos. 

8 mayo, 2023 02:29

"¡Qué suerte que la serendipia no siempre funciona!", exclama Sheldon Glashow, para cerrar con gracia una interesante conferencia, centrada precisamente, en ese concepto: las innovaciones y avances tecnológicos que surgen inopinadamente tras descubrimientos accidentales que no se buscaban. Serendipia.

Glashow es estadounidense, físico teórico y premio Nobel en 1979, junto con Steven Weinberg y Abdus Salam, por la teoría electrodébil. Un modelo que unifica dos de las cuatro fuerzas fundamentales de la naturaleza, la interacción débil y el electromagnetismo.

Nacido en Nueva York el 5 de diciembre de 1932, Glashow luce unos 90 años envidiables no sólo por la brillante lucidez de su enérgico discurso, sino también por un continuo rasgo de humor en sus palabras.

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Su biografía incluye la peculiaridad de haber estudiado en la Scholl of Science del Bronx (Nueva York), de la que han salido nada menos que ocho premios Nobel. Un caso insólito.

En su conferencia magistral, pronunciada en la Fundación Areces y organizada en colaboración con la Fundación CSIC, en una jornada convocada para hablar sobre tecnologías cuánticas, creatividad e innovación, Glashow disertó sobre palabras y casualidades científicas.

En particular, usó como referencia clave la palabra "serendipia", que fue acuñada, relata, por el historiador británico Horace Walpole, en una carta de 1854 dirigida a su amigo estadounidense Horace Mann, a partir "del título de un antiguo cuento de hadas persa, que traducido al inglés es el de 'Los tres príncipes de Serendip', el antiguo nombre de Ceilán, ahora Sri Lanka", quienes gestionaban sus conflictos a golpe de casualidades.

Palabras nuevas

 La creación de palabras nuevas es algo que fascina a Glashow. Él mismo introdujo en el lenguaje científico la palabra 'charm' (encanto), en 1964, para referirse al cuarto quark, una partícula subatómica a la que definió como "charmed quark".

En conversación con D+I aclara que escribió un paper "con un colega". Y fue éste quien le atribuyó a él la denominación de 'charm' para ese cuarto quark, que "era estéticamente necesario", y que andaban buscándolo para interpretar la física de partículas.

Volviendo a su interés, que Glashow llama "curiosidad", por la innovación en el lenguaje que suponen las nuevas palabras, subraya que Walpole introdujo 200 nuevos términos en el idioma inglés; Charles Dickens, 235; John Milton, unas 650; y "nadie es capaz de contar" todas las que se deben a William Shakespeare…

Pero, ¿debemos creer que también existen cosas que ni siquiera tienen una palabra para denominarlas?, le preguntamos, tratando volver un poco al mundo cuántico.

"Por supuesto, existen cosas para las que no tenemos palabras que las describan. Hemos bailado bastante bien hasta ahora en la búsqueda de las diversas peculiaridades y partículas que no hemos visto, así que estoy seguro de que podemos hacerlo de nuevo. Todo lo que necesitamos son los datos experimentales, a menos que tengamos la suficiente brillantez como para crear una teoría que explique todo lo que vemos y por qué vemos lo que vemos. Por el momento no tenemos tal teoría. Así que, hablémoslo en 10 años y tal vez haya algo más que decir. O tal vez no…".

Teóricos vs. Experimentales

A Sheldon Glashow le atribuyen en algunas biografías haber tenido visible presencia y beligerancia en una cierta pelea entre físicos teóricos y experimentales durante los años 60 y 70. "Nunca hubo una pelea", desmiente él.

"Nosotros, los teóricos, tomamos referencias e inspiración de los desarrollos experimentales. Así ocurrió en el descubrimiento de las propiedades de la interacción débil, que nos permitió elaborar una teoría que explicaba su comportamiento. Aunque durante mucho tiempo hubo experimentos que no estaban de acuerdo. Cuando se hicieron bien los experimentos, en 1978 o así, quedó claro que no había discrepancia. Que el modelo estándar funciona", añade.

Glashow asume el punto clave del método científico: la necesidad de que haya discrepantes sobre las teorizaciones, "porque sólo así, si algo está equivocado podemos enmendarlo y construir una teoría mejor".

Y las teorías, afirma, por lo general "van por delante de los experimentos". Lo cual nos lleva de vuelta a la sustancia de su conferencia, sobre los hallazgos casuales de importantes innovaciones mientras el científico de turno buscaba otras cosas.

"Mis colegas son muy imaginativos y han pensado muchas teorías locas, particularmente atractivas…", prosigue Glashow.

 Tiempos de sorpresas

"Este es un momento muy tranquilo, en la física de partículas. Hay un gran acelerador funcionando [aquí, en Europa, el CERN], los chinos no han construido nada, los japoneses han optado por no construir el colisionador lineal que soñaban… Estamos esperando que los europeos hallen ondas gravitacionales de onda larga, y lo harán. Era un proyecto estadounidense, pero no podíamos permitírnoslo. Ya veremos".

Con ello subraya que, en la búsqueda de nuevos "objetos extraños", no espera "un descubrimiento cada semana, ni a punto de producirse". Aunque sonríe y confiesa que le "encantaría alguna sorpresa".

Sorpresas como las que se llevó en su momento William Herschel, que accidentalmente se tropezó con un nuevo planeta, Urano, en 1781, probando un telescopio que acababa de construir para observar constelaciones. Luego, en 1800, él mismo descubrió "por casualidad" la luz infrarroja, invisible al ojo humano. La cual tiene, por cierto, importantes aplicaciones técnicas.

Así empieza Glashow un largo relato de serendipias que, en gran medida configuran el mundo civilizado como hoy lo conocemos.

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Hans Christian Oersted descubrió los efectos magnéticos de la electricidad (1820) y Faraday, los efectos eléctricos del magnetismo (1831). Dos "momentos serendipíticos" imprescindibles para sentar las bases con las que construir motores eléctricos.

Glashow destaca los casos de los rayos-x, hallados por Rontgen (1895); la radiactividad, por Becquerel (1896); la penicilina, por Alexander Fleming (1928); el LSD, por Albert Hoffmann (1943); las buckyballs (fulereno), que valieron en 1996 el Nobel para Richard Smalley, Robert Curl y Harold Kroto por su hallazgo de 1984; y la primera síntesis de grafeno, utilizando cinta adhesiva para exfoliar grafito (2004), que otorgó el Nobel de física de 2010 a Konstantin Novoselov y Andre Geim…

 La casualidad de un París nublado

Y, por supuesto, sin olvidar la anecdótica manzana de Newton; ni, en sentido contrario, los cien años que tuvieron que pasar antes de que se demostrase que Einstein estaba acertado sobre la existencia de las ondas gravitatorias.

Todos esos puntos de inflexión en la ciencia y la tecnología, surgidos de manera accidental, llevan a Glashow a preguntarse cómo habrían sido las cosas si, por ejemplo, los productos químicos que usó Becquerel en sus experimentos no hubieran contenido, accidentalmente, algo de uranio.

En este caso, además, concurrieron otras dos casualidades, una "triple serendipia", dice: el cielo parisino se nubló el día del experimento, lo cual no le permitió a Becquerel repetir la prueba que pretendía. En consecuencia, guardó su material en un receptáculo oscuro, donde la radiactividad, impresionó de manera inesperada una placa fotográfica. Así fue el primer paso hacia el desarrollo nuclear.  

La lista de fortuna se alarga en el campo de la química con historias tan curiosas como la del fósforo (1669), descubierto por Henning Brand mientras trataba de "crear un elixir de la inmortalidad a partir de orina". El hidrógeno, el iodo, el argón… todos ellos, elementos descubiertos en experimentos de laboratorio con otros propósitos.

Glashow cuenta también múltiples hallazgos casuales en materia de tintas, cuyos resultados definieron los colores dominantes en los billetes de banco, "el color del dinero". Y otros más dramáticos, como el trinitrotolueno (el explosivo TNT) obtenido por Joseph Wilbrand (1863) cuando trataba de producir un nuevo tinte.

Sacarinas y medicamentos

Ciertos sustitutivos del azúcar surgen de minucias como que el químico Constantine Fahlberg (1879) se olvidase de lavarse las manos al salir de su laboratorio. Se encontró con que le quedó un sabor dulce en los dedos. Había creado la sacarina.

O que Michal Sueda (1937) aventase cenizas de un cigarrillo sobre el preparado de un experimento en busca de un fármaco contra la fiebre. Produjo ciclamato, menos conocido en España pero muy utilizado en Estados Unidos y otros países.

Según la estimación de Glashow, casi la cuarta parte de los fármacos actuales tiene también su origen en algún momento "serendipítico".

El propio Glashow se confiesa asombrado de que lo que empezó con su incipiente trabajo doctoral culminase en la "creación, confirmación y canonización de la teoría electrodébil".

Lo cual enlazaría con otros hitos de la física teórica, desde las ecuaciones de Maxwell, que describen las ondas electromagnéticas "que llamamos luz", hasta la teoría cuántica, la predicción de la antimateria y los experimentos que confirman la existencia matemáticamente prevista de los quarks.

La bomba atómica

Sin embargo, retornando al final de la conferencia de Glashow, que es el comienzo de este artículo, no siempre funciona la serendipia. De lo cual se congratula el sabio, al recordar la historia de Enrico Fermi, ganador del premio Nobel en 1938 por sus estudios sobre la activación de neutrones y los elementos transuránicos, según se cita frecuentemente, aunque "él no los descubrió. Eso ocurrió en 1940, en Los Álamos, en el proyecto Manhattan", puntualiza.

En 1934, subraya Glashow, Fermi ya tenía al alcance de la intuición la liberación de energía mediante la fisión nuclear, y la reacción en cadena. O lo que es casi lo mismo, la posibilidad de la bomba atómica.

Como italiano, residente en Roma, de haber concebido la idea entonces hubiera puesto el arma definitiva al alcance del Eje Alemania-Italia, a tiempo para la Segunda Guerra Mundial.

Pero Fermi siguió los cauces de su investigación sobre el fenómeno de la desintegración beta del átomo y la interacción entre electrones. Postuló la existencia de neutrinos, que no se demostró hasta después de su muerte, en su teoría sobre la fuerza de interacción débil.

Tras recibir el Nobel emigró con su familia a Nueva York, huyendo de las leyes antisemitas del fascismo italiano. Su esposa era judía.

En Estados Unidos fue invitado en 1940 a unirse al proyecto Manhattan, que cinco años después alumbró la bomba nuclear y acabó con ella la guerra.

"De hecho, la fisión nuclear fue descubierta en 1938 por el químico Otto Hahn, Fritz Strassmann y Lise Meitner (en Berlín)", detalla Glashow. Meitner, que era física, fue la primera en detectar que en el experimento de sus colegas los átomos se habían roto.

"Pero ese descubrimiento quedó aparcado, en parte porque Meitner era mujer, en parte porque era judía y en parte porque abandonó Alemania al poco del descubrimiento", precisa Glashow.

Hahn sería galardonado con el Nobel de química en 1944 por la fisión del átomo. Y aunque se cita a Strassmann como colaborador, "Meitner no compartió (las menciones). ¿Pueden imaginarse como habría cambiado la historia si ese justo reconocimiento hubiera ocurrido unos años antes…?", concluye Glashow, agradeciendo a la serendipia no haber jugado en esas ocasiones alguna de sus disruptivas bazas.