El Folletón (Libro III) Opinión

(14 de abril de 1936, martes)

El día de la República

Resumen de lo publicado.- Azaña ha logrado destituir a Niceto Alcalá-Zamora y cree que podrá controlar la situación mientras el general Mola prepara la sublevación.

El embajador estadounidense Claude Bowers.

El embajador estadounidense Claude Bowers.

Boring, boring, boring –murmuró Claude Bowers para el cuello de su camisa. Y miró disimuladamente la hora. 

Como cada año, una gran parada militar desfilaba por la Castellana ante las autoridades del régimen lideradas por Azaña. Más dignatarios republicanos, diputados y miembros del Gobierno, ocupaban una segunda tribuna. Y la tercera, al descubierto y sobre la que empezaba a chispear la lluvia, era la asignada al cuerpo diplomático. A su alrededor, Bowers veía a otros embajadores con la misma cara obligadamente solemne y las mismas ganas de bostezar. Todos esperaban bajo la triste llovizna a que apareciese en coche, seguido de la guardia presidencial, el presidente interino Martínez Barrio. Lo acompañaban, en el interior del vehículo, algunos militares de alta graduación. Hubo saludos y aplausos en los balcones próximos. Y el desfile seguía, al son de la música marcial, cuando de pronto se produjo un tumulto.

–What the hell…?

Al desfilar ante la tribuna la Guardia Civil, un grupo colocado ante la presidencia lanzó gritos de “U.H.P.”, la consigna de la revolución de Asturias. Entonces, muy cerca de los diplomáticos y justo detrás de la tribuna de Azaña, se oyó una explosión. La siguió un ruido crepitante como de fuego de ametralladora. El pánico se apoderó del público. Muchos se echaron al suelo entre gritos. Algunos corrieron a ponerse a salvo. Viéndolo, un agente de Seguridad corrió agachado a la tribuna.

–¡Échense al suelo, señores!

Los diplomáticos le obedecieron. En medio del barullo, un oficial de la guardia republicana se lanzó a cubrir a Azaña. Este, en la tribuna, era el único que permanecía inmóvil y rígido, tan pálido como de costumbre. Sin moverse. Casi sin pestañear. Azaña hacía tiempo que se venía preparando mentalmente para algo parecido. Tenía muy asumidas las obligaciones de su cargo y permaneció impertérrito. Eso transmitió ánimo a sus acompañantes. Su esposa Lola, admirativa, se le aferraba al brazo.

Pasado el peligro, la situación era casi divertida, consideró Bowers, según se levantaba sacudiéndose la chaqueta. No muy lejos, la encantadora señora de un alto cargo del Ministerio de Estado, lloraba. A su lado, las esposas del consejero alemán Hans Voelkers y el secretario de embajada italiano, sentadas sobre el piso mojado, se miraban una a la otra sin soltar los paraguas. Bowers, en pie y con el ánimo recobrado, trataba de entender lo sucedido. Una dama junto al americano se agachaba detrás de la dudosa protección de una barandilla. No lograba moverse aunque su marido, a su lado, le decía que había pasado el peligro.

–Es que tengo al embajador polaco sentado sobre mis rodillas…

Bowers contuvo las ganas de reír y se volvió para enterarse de lo que pasaba en la Castellana. Miembros de la guardia presidencial se dirigían entre la multitud hacia el lugar de la agitación. A todo esto, los soldados seguían desfilando con la misma gallardía, en tanto que un grupo de guardias de Asalto a caballo cargaba hacia una calle cercana a la embajada británica.

–No debe de ser nada importante –repitió el embajador de Chile, dándose ánimos.

Todos rieron nerviosamente. Se sentían conmocionados y algo estúpidos. Un tal Lopez, el introductor de embajadores, explicó que se trataba de un pequeño grupo de jóvenes fascitas que había hecho estallar un manojo de petardos. Aquello sonaba a cuento chino y Bowers quiso irse. La lluvía caía torrencialmente, mientras él y los primeros diplomáticos abandonaban por fin el lugar.

Mañana: Discusión entre padre e hijo

Luis Mañas y su hijo Pepe discuten. El padre se queja del asesinato a sangre fría de un alférez y de la reacción del Gobierno, que prefiere no darle publicidad al asesinato y que el entierro se haga en la intimidad.