Abraham Poincheval en la roca donde estará metido una semana.

Abraham Poincheval en la roca donde estará metido una semana. Reuters.

Todo comienza un día cualquiera en el que las cosas, tímidamente, se desvían unos milímetros de su eje. Tú apenas lo percibes. Sigues adelante como si nada, sin percatarte de que, en algún rincón escondido, tu rutina sufre una leve cojera.

Y continúas viviendo. Caminando sobre ella. Adaptándote a tu pequeña y privada anomalía. Forzando de vez en cuando la postura. Ignorando el desajuste durante un tiempo hasta que, meses después, otro día cualquiera, te das cuenta de que esa ligera desviación en tus hábitos se ha convertido en una inocente pero extraña costumbre. Y ya no hay forma de librarse de ella.

Pueden en mí, más que todos los infinitos, mis tres o cuatro costumbres inocentes, escribe Antonio Porchia en sus ‘Voces’, editadas por primera vez en 1943

“Pueden en mí, más que todos los infinitos, mis tres o cuatro costumbres inocentes”, escribe Antonio Porchia en sus Voces, editadas por primera vez en 1943. A todos nos ocurre. Todos tenemos raras manías que forman parte de nuestra conducta de un modo inevitable. Porque, en el fondo, una costumbre extravagante y anormal es algo tan común, tan cotidiano, tan universal, que termina siendo lo más parecido a la normalidad.

Hay gente que necesita entrar y salir de los sitios con el pie derecho. Otros evitan vestirse de un determinado color. Algunos albergan obsesiones mucho más excéntricas y clandestinas, como coleccionar mechones de pelo u olfatear la ropa interior de otras personas. La de Abraham Poincheval es una manía insólita, aunque no por ello más inexplicable: le gusta llevar a cabo proyectos sin sentido.

Corazón latiente

Es una pulsión irrefrenable. Poincheval necesita lo irracional tanto como lo irracional necesita a Poincheval. La semana pasada, en la parisina galería Palais de Tokyo, Abraham se encerró en una roca de doce toneladas en cuyo claustrofóbico interior va a permanecer siete días, hasta este próximo miércoles día 1 de marzo, para “ser su corazón latiente”, para “sentir la piedra envejeciendo dentro de la roca”, para “experimentar la temporalidad del reino mineral”. Dispondrá de un conducto para respirar, otro para sus excrementos y un teléfono móvil por si necesita pedir ayuda.

Ahora mismo, mientras leen ustedes estas líneas, Poincheval se encuentra allí dentro, sumido en la más absoluta oscuridad durante su “larga noche de piedra” particular.

El artista en la botella.

El artista en la botella.

¿Pero quién podría culparlo? ¿Quién es capaz de evitar ser arrastrado por sus más extraños hábitos? Una manía lo es en la medida en que resulta ingobernable. El propósito de Abraham, de hecho, es salir de esa roca e incubar una docena de huevos durante cuatro semanas usando únicamente su calor corporal. Para ello seguirá una dieta rica en jengibre que le permitirá mantener su temperatura en un límite mínimo de 37 grados.

El propósito de Abraham, de hecho, es salir de esa roca e incubar una docena de huevos durante cuatro semanas usando únicamente su calor corporal

Empollará los huevos durante unos veintiocho días, descansando tan solo treinta minutos cada veinticuatro horas. Otro ejemplo más de la extraña costumbre que tiene este francés de involucrarse en planes disparatados. Un vicio tan singular y llamativo como otro cualquiera.

Ser un topo

Hace unos años, sin ir más lejos, Poincheval dedicó veinte días a excavar con sus manos un túnel bajo tierra en el que estuvo viviendo como si fuese un topo. Una sensación similar a la que experimentó en 2014, cuando permaneció trece días en el interior de las tripas de un falso oso. Dos años después se encerró en una botella gigante de cristal y se echó al Ródano, por el que navegó a la deriva a lo largo de quinientos kilómetros durante los asfixiantes meses de julio y agosto.

Dos años después se encerró en una botella gigante de cristal y se echó al Ródano, por el que navegó a la deriva a lo largo de quinientos kilómetros durante los asfixiantes meses de julio y agosto

Las rarezas de Abraham Poincheval encierran un sentimiento de fragilidad que las dota de cierta familiaridad. Cualquiera puede sentirse identificado con él. Pobrecito. Todos tenemos nuestras cosas raras, nuestras cojeras inevitables, y todos somos incapaces de obviarlas. Poincheval necesita encerrarse en una roca durante una semana como otros necesitan pisar únicamente las líneas blancas en los pasos de cebra. Nadie debería ser juzgado por sus manías.

Discípulo de Abramovic

El francés es el perfecto discípulo de Marina Abramovic, famosa por cortarse los dedos con cuchillos, quemarse en público, tenderse sobre una mesa para que la audiencia hiciese con su cuerpo lo que quisiese, dar trescientas sesenta y cinco vueltas en coche en el interior de un museo o correr con su pareja alrededor de una sala una y otra vez.

El artista en el oso.

El artista en el oso.

Llega un momento en el que nuestras manías se apoderan hasta tal punto de nuestra voluntad que permitimos que salgan a la superficie sin filtro alguno, permaneciendo a la vista de todos e incluso definiéndonos por encima de cualquier otra circunstancia. Bastantes virtudes tendrá la buena de Marina como para tener que ser recordada por sus excentricidades.

Debemos ser respetuosos con las extravagancias ajenas porque todos somos animales de extrañas e inocentes costumbres. Todos somos, en el fondo, bastante raros

Debemos ser respetuosos con las extravagancias ajenas porque todos somos animales de extrañas e inocentes costumbres. Todos somos, en el fondo, bastante raros. Eso es lo que nos convierte en personas normales. Y Abraham Poincheval, como Marina Abramovic, no es una excepción. En realidad, quizá sea de los tipos más raros con los que yo me he encontrado.

Fíjense si es raro el pobre que incluso se llama a sí mismo artista. Para echarle de comer aparte, oigan.