Opinión

La primera tarde gris

Foto de archivo de niños jugando en la calle. iStock

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Estamos en la infancia, en un lugar que se presume apacible, lleno de descubrimientos y miedo a la oscuridad.

Un día ocurre que perdemos al amigo. No lo entendemos, simplemente nos da la  espalda cuando, como siempre, le tocamos tímidamente el hombro o le asimos de la camiseta, pidiendo comenzar nuestros ya consabidos juegos.

Por vez primera nos desprecian y nos es incomprensible. Nos quedamos quietos y mudos, disociados del parque y de la merienda que sigue. Nuestra madre está cerca pero no podemos señalárselo, algo nos duele tanto que no encontramos las palabras: es nuestro primer rechazo.

Cabizbajos, nos arrastramos por la arena y vemos al ahora extranjero sonriente y revoltoso con un sustituto; parece que se ha olvidado de nosotros.

Volvemos a casa muy serios. La seriedad en el mundo de los niños es siempre grave porque no somos como los adultos, con sus ojos vacíos por nimiedades. Nosotros no  sabemos lo que es el dinero o la guerra, aunque intuimos el concepto de la muerte, algo que aún no nos preocupa. Necesitamos pocas  cosas todavía: comer y dormir, padres que se quieran y amigos en los parques.

Esa noche, en nuestro lugar seguro y nada hostil, pensamos en el amigo perdido. ¿Lo recuperaremos? ¿Es porque somos feos que somos el adversario, por nuestro corte de pelo, por los parches en los pantalones que siempre rompemos?

Quizás, en un momento exaltado, cometimos un error. No lo entendemos muy bien. Entonces, arropados en nuestras camas, quisiéramos ser adultos, porque ellos sí tienen respuestas para las causas y las consecuencias en su mundo coherente y lejano.

Nos dormimos con una sensación nueva en la boca, con una certeza de piedra: cuando seamos mayores esto no nos ocurrirá jamás. No, seremos fuertes y serenos, sabremos predecir el amigo que desaparece y nos traiciona, y no le dejaremos entrar en nuestros juegos ni en nuestra vida.

Desayunamos a la mañana siguiente en un mundo previsible, el hogar, con sus sonidos tan reconocibles: el de las cosas que tienen solución. Sin comprenderlo y desde esa tarde, ocurre que aquello  fuera de casa nos da un poco de miedo: ya no estamos seguros de las miradas de los otros.

Ahora, cuando se acercan o nos acercamos, sentimos una pesadumbre difusa y dudamos de si serán de los que nos quieren o de los que nos desprecian, de los que jugarán de nuestra mano o de los que nos rechazarán incomprensible y  dolorosamente, forzándonos a dudar de nosotros mismos.

La primera tarde gris nunca se olvida: es el primer abismo, la primera pena no  reconocida.