Opinión

Con César Manrique en la isla de Lanzarote

César Manrique.

César Manrique.

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El día 25 del presente se cumplen 25 años de la muerte de César Manrique. Yo lo conocí en 1980, cuando el ICONA me destinó a Lanzarote para que emitiera un informe sobre los destrozos de los conejos en los viñedos de la Geria. Fue aquí donde vi por primera vez al artista.

Hubo tres aspectos que me impresionaron de aquel pequeño trozo de lava cercado de mar y defendido tan sólo por el cactus y la aulaga: los volcanes de Timanfaya, las soledades marítimas y la obra artística del genial canario. Una obra de enérgico desafío a la indiferencia telúrica y a un medio cada vez más cercado por voraces especuladores que le odiaban.

En la capital, Arrecife, poseía César un bar con librería: el Almacén. Único lugar para comprar libros interesantes. Por este motivo yo la visitaba con frecuencia. Allí se le podía ver casi todos los días siempre rodeado de gente muy joven. Una tarde, después de contemplar algunos de sus cuadros, coincidí con él en la barra del bar. Estaba solo. Sin que lo esperase, me acerqué y le espeté estas palabras:

- Acabo de ver tu pintura. Me parece que confías demasiado en la victoria del color. Es como una caballería de sólido galope, representado por unos trazos tan fuertes y abigarrados, que paradójicamente no logran ocultar cierta desesperación.

- ¿Y tú de dónde sales…? ¿Cierta desesperación? Tal vez… pues la presión del dinero interesado en masificar salvajemente estos lugares es desesperante. La densidad de los colores obedece al poder de convocatoria que ejerce sobre la mirada la ecología viva o que quiere vivir… La mirada pinta antes de ver…

La respuesta fue interrumpida por una pareja que apareció a su espalda para saludarle. Decidí irme. Pero el artista me detuvo y se disculpó. Esto me dio ocasión para contemplar muy de cerca la rubia mujer que acababa de llegar. Su belleza, reforzada por unos ojos perdidos entre un intenso azul lapislázuli, no me permitía fijarme en su acompañante. Pero al salir, tuve un presentimiento. Volví la mirada y observé que era Adolfo Marsillach.

César poseía una vitalidad contagiosa. Había creado en la entraña de un volcán un lago de sueños insondables donde se podía escuchar música de Bach. Había domado las fuerzas más destructoras del fuego y el agua y prolongado en su propio cuerpo el ejercicio de tan imposible arte. A los sesenta años vivía en plena edad juvenil. Yo le decía que era un filósofo ecosistemático que esculpía su obra en un planeta lejano llamado Jameo. Y que por eso era muy conocido en el extranjero y casi nada en España. ¿Habrá algún país en el mundo que tanto desprecie la imaginación de sus artistas y el pensamiento de sus filósofos? A propósito, no está mal recordar que también a Gustavo Bueno le tenían completamente prohibido en Cataluña, en el País Vasco y cómo no, ignorado por el grupo PRISA, la SER y la Fundación Premios Princesa de Asturias como si viviera, le gustaba decir, “más allá del horizonte de las focas” (no de las formas).

Absurdamente tuvo que ser un coche, cuya desmesurada invasión tanto denunciaba, quien destrozó su cuerpo. Pero Lanzarote es y seguirá siendo César Manrique. Inexorablemente, César Manrique.