Opinión

Hace 75 años se estrenó 'El Cuarto Mandamiento'

Orson Welles

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Justo hace 75 años, en julio de 1942, se estrenaba una de esas películas cuya intrahistoria y devenir en su realización y posterior montaje la convierten en un filme especial que hace saltar la chispa de la discusión cinéfila. Se trata de El cuarto mandamiento (un título más que discutible frente a su original The magnificent Ambersons) segunda película de Orson Welles, y uno de los Santo Griales de todo cinéfilo.

Recuerdo oír a Carlos Pumares decir en su programa de radio Polvo de estrellas, que si hubiera sido inmensamente rico, una de las cosas que hubiera hecho es permitir que Orson Welles pudiera haber rodado y montado The Magnificent Ambersons como hubiese querido. Además Pumares completaba su argumento diciendo que si mutilada, como lo fue respecto a la concepción inicial de Orson Welles, la película era una obra maestra, qué no hubiera sido si le hubieran dejado al director rematar su faena.

Básicamente estoy de acuerdo, salvo en que creo que resultaría algo exagerado calificar este filme como obra maestra, (aunque no tendría inconveniente en afirmar que es una gran película). Todo en la vida de Welles fue excesivo, y pasó de ser el debutante en el cine con mayor nivel de libertad tanto creativa como argumental y de medios a su disposición con Ciudadano Kane, a resignarse a ver una y otra vez como era imposible llevar libremente sus proyectos, y tener que vivir en los márgenes de una industria del cine que le dio la espalda el resto de su vida. Una carrera, en la que como él mismo reconocía, había gastado mucho más tiempo buscando dinero y financiación para hacer películas que en dirigirlas.

La película cuenta la historia de una de las familias más poderosos de Indianapolis, los Amberson, donde el amor, el poder, el dinero y los conflictos entre familias se nos muestran en todo su esplendor en el contexto del fin de una era (finales del siglo XIX principios del XX). La aristocracia tradicional se ve amenazada por el empresariado emprendedor, y el esfuerzo individual empieza a primar sobre la herencia de sangre.

Toda esta historia se nos muestra con brillantez, elegancia y una soberbia realización, que le dan un toque especial y único a un filme donde la cámara flota entre las salas de baile, los diálogos transcurren como torrentes de significado, sin caer en lo melodramático, y las interpretaciones son tan convincentes como veraces, dando alas al arraigado y dispar sentido de la dignidad de cada uno de los protagonistas.

Pero negros nubarrones acechaban a una plículae que acumulaba ya cierto retraso. Orson Welles tenía el compromiso de ir a rodar una película en Río de Janeiro, y otra película llamada Estambul (de la que acabó renegando), y claro está, la distancia, la dificultad de las comunicaciones en plena guerra y la mala acogida de la primera versión del filme en algunos pases privados hicieron que el estudio, aprovechando la ausencia física de Welles en la parte final del proceso, tomara directamente decisiones sobre el metraje, volviera a rodar nuevas escenas ya sin la opinión de Welles, y el montaje redujera bastante la idea original del director (siendo el principal brazo ejecutor de todo ello el montador, y posteriormente más que notable director, Robert Wise, al que Welles nunca perdonó su traición).

Pero como ya he dicho, lo más grave es que todos estos cambios y corta y pegas de diferentes estilos se notan en un largometraje, que en su parte final pierde en brillantez, se vuelve estático, y resuelve la historia de una manera un tanto atropellada. Una pena, nunca podremos ver el filme tal y como lo concibió Orson Welles, ya que la RKO decidió unos años después destruir las copias del montaje original. Así volvemos a Carlos Pumares: qué pena habernos perdido esa versión, y cuánto dinero hubiéramos dado, si lo hubiéramos tenido, por que Welles hubiera presentado la película que realmente hubiera querido hacer, y que marcó el inicio de una caída en desgracia que duró hasta su muerte.