Opinión

Negra Panchita

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Digamos que con este cuento aprendí a leer. ¿Aprendí a leer o lo aprendí de memoria? Creo tener un vago recuerdo de todo esto, creo que sentí, y tal vez ese sentimiento me acompaña aún, una ligera sensación de engaño, conciencia de engaño, o mala conciencia, directamente. El caso es que era fantástico ir pasando las hojas justo ahí, donde sabía que había que pasarlas. Y que mis tías, mis padres, mis hermanos mayores y hasta las vecinas, se asombraran: "¡Oh!, ya sabe leer, y sólo tiene tres años". Tuvo que ser así, más o menos, con mi cuento Negra Panchita, puesto que fue desde los tres a los cuatro años cuando estuve en reposo, por alguna enfermedad de estas de la posguerra y estaba rodeada de cuentos, de cuadernos, de lápices. Tal vez tenía también una pizarra.

De la cuna al sofá que me prepararon como si fuera una cuna también, con barandilla y todo, y así pasaban los días. Pero sí aprendí de verdad qué era eso de las horas. Enfrente del sofá, en un rincón del comedor, había un reloj de pared, con su caja de madera policromada y puerta de cristal donde se veía el péndulo moverse con su compás monocorde.

Era muy importante aprender las horas. Inyección, desayuno, pastillas, comida, jarabes, siesta, todo iba de acuerdo con las horas. Y por la tarde, la merienda a las seis. ¡Qué miedo a que llegaran las seis! Estaba dispuesta a perder la merienda con tal de que se olvidaran de que eran las seis. Que mi padre o mi madre no supieran que eran las seis, que miraran para otro lado, quizá tenían cosas que hacer y lo olvidaban. Que el reloj no sonara con esas campanadas que dejaban eco por toda la casa. Esa era mi esperanza. Y seguía temiendo la merienda, las seis, la inyección, el termómetro y la visita del médico. Las seis era otra vez el pinchazo y todo lo demás. Porque el primer pinchazo de la mañana había sido ya inevitable y ya había pasado. Pero las seis, ¡las seis acabarían llegando! Y era muy fácil saberlo: las dos agujas (ya no había que pensar si era la pequeña o la grande) formaban una gran aguja vertical. Justo las seis. Y tenía que dejar a mi Negra Panchita. Me encantaba el cuento.

En una finca de Sanpaguita

está sirviendo Negra Panchita.

A Luz María, la hija mayor

de la señora y del señor,

ha de servir y obedecer

y hacer lo que ella le mande hacer.

Y Luz María le da a limpiar

sus zapatitos de par en par.

Me encantaba. Porque no sólo era un cuento. Era una muñeca articulada. Abrías el libro, le girabas la cabeza hacia arriba, las piernecitas hacia abajo, y en cada hoja había un vestidito para la negra Panchita.

Me ensimismaba pasando las hojas buscando el vestidito apropiado, según se iba construyendo la historia. ¡Qué bonito era entonces!, ¡y qué políticamente incorrecto parece hoy! ¡La pobre negrita sirviendo a la blanquita niña Luz María!

¿Pero de verdad el cuento influía en las niñas de entonces, para transformarnos en clasistas, en racistas y en maltratadoras infantiles?

José Mallorquí, su autor, que también era autor de innumerables cuentos de la época, El coyote, entre otros, no creo que pretendiera tal cosa, y creo adivinar sus trucos para ello. Porque, vamos a ver, ¿dónde podíamos encontrar en nuestro pueblo a una negra Panchita, que nos limpiase nuestros zapatitos de par en par? Ni a ningún otro negro, fueran niños o mayores. Los negritos que conocíamos eran los de las huchas del Domund, y nos decían que estaban en África, tanto como decir Groenlandia o el país encantado de la Bella Durmiente o el de Caperucita Roja. Por otra parte, tampoco nos gustaba mucho la blanquita Luz María. No caía bien. Luz María, ¡vaya nombre!

Conocíamos a alguna Mari-Luz, pero ¡Luz María! Además, Negra Panchita preparaba pastel de mandioca, ¿qué sería eso de la mandioca? Y otros nombres así, raritos, que nos situaban en un país de ficción, al que nunca podríamos llegar.

Sí, seguramente ese era el truco.