Opinión

El mosaico invertebrado

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El mosaico desvertebrado de la España moderna sigue doliendo. Parece mentira que las deriva decadente de nuestro país permanezca inalterada desde 1640. Los visos de nueva modernidad que refleja nuestra sociedad tecnológica, las estructuras viarias y de servicios, así como este anclaje de bienestar en el que andamos, no son más que una apariencia.

Por debajo subyace un país sin proyecto común, en quiebra económica, sin respeto por el derecho, con políticos inmovilistas –no se salvan ni los regeneracionistas– instalados todos en el caciquismo del XIX, con una sociedad civil, inmadura aún, que no quiere abrazar la libertad que le proporcionaría no depender de políticos que secuestran su libre devenir por el mundo, una sociedad a la que los gobernantes, por su parte, tampoco dejan llevar las riendas de nuestro progreso. Pareciendo cierto que los políticos no deberían ser nada diferente a mejorados presidentes de comunidad de vecinos -con más glamour, eso sí, como único premio-, nosotros, los de la calle, los desinstalados de los nidos de acomodo del Estado, deberíamos ser cada día más conscientes de que la vida la creamos, la construimos y la reconstruimos nosotros, cosa que no termina de cuajar en un imaginario colectivo que, porque se ha hecho dependiente de los poderes del Estado, ni reivindica su libertad ni la desea, ni pretende recuperar el poder. Parece como si dejar las responsabilidades en los gobernantes pudiera salvarnos de la quema.

A Gerald Brenan le extrañaba sobremanera que un pueblo creativo e ingenioso como el nuestro no hubiera alcanzado la prosperidad entonces -hablamos del primer tercio del siglo XX, reflejado por el hispanista británico en su conocido ensayo El laberinto español-, achacando tal cosa a que el español de cualquier clase social (incluidas las altas) desprecia la riqueza. Ello se debía, según Brenan, a un fundamentalismo religioso de carácter católico que, a diferencia del protestante, nunca ha visto la acumulación de riqueza con buenos ojos. De ahí, prosigue el ensayista, que el español, otrora subvencionado por la caridad eclesiástica, haya sustituido la caridad de la Iglesia por la que luego le prestarían los gobiernos cuya acción política se basa en el reparto de la riqueza. El español nunca ha apoyado el trabajo y la meritocracia que les es anejo, de ahí que triunfen los partidos cuya política es distributiva (léase hoy socialista) en lugar de aquellos partidos que apuestan por la libertad individual.

Algún director de prensa español, ya en tiempos actuales, lo ha dicho de otra manera: “En España, todos los partidos son socialdemócratas porque todos, incluyendo a los de derechas, basan sus presupuestos generales de cada año en la distribución de la renta y la dedicación de nuestros recursos al Estado del Bienestar”. Goytisolo desarrolla la idea de que España entra en decadencia cuando expulsamos a los judíos. Con la expulsión de los judíos se produce, igualmente –según este autor–, una irradiación del elemento judaizante –consistente éste en el desarrollo del trabajo y en el gusto por el pensamiento intelectual–. Desde la expulsión, y con la venida de la Inquisición, la sociedad apartará de sí todos los elementos judaizantes que la puedan identificar como tal, de ahí que caigamos en una decadencia que rehúye el trabajo y el pensamiento. A Jovellanos, símbolo de la Ilustración, le tuvimos siete años en la cárcel. Sánchez Albornoz, en la misma línea, explica la marginación de la meritocracia por la inexistencia de feudalismo en nuestro país. Otra manera de explicarlo. Ortega se lamenta de la invertebración, y coincide, en el diagnóstico y en la causa, con el medievalista abulense. El feudalismo, únicamente existente en Cataluña, sometida al imperio Carolingio, estimula el crecimiento de la burguesía. La gente huye del yugo feudal emigrando al burgo, donde se desarrolla el trabajo como camino hacia la libertad.

En pleno siglo XXI me pregunto si hemos cambiado. Si hay algo nuevo además de un paisaje decorado por la tecnología y una vida cómoda, sostenida por el endeudamiento público y privado, que no podemos pagar. ¿Hemos decidido trabajar en conjunto, unidos en gremios, como hicieron los catalanes medievales, para buscar la prosperidad? ¿O permanecemos refugiados a la sombra de politicastros, nuevos feudales, que compran nuestra aquiescencia con migajas del pastel? ¿Hemos vuelto a reivindicar los valores judaizantes del trabajo bien hecho y lo intelectual, o nos sigue gustando no trabajar y nos sigue disgustando el pensamiento crítico? A mí me da la impresión de que todo sigue igual. España te duele más a medida que más la amas, porque no hay mejor manera de amar que conocer lo que amas. Y cuando amas, a veces, duele.