Opinión

De abuelos a nietos

Abuelos y nietos.

Abuelos y nietos. Getty Images

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En la casa de mis abuelos hay una fotografía reveladora. Fue tomada en las fiestas patronales de El Saucejo, en blanco y negro. Mis abuelos van vestidos para la ocasión; él con un traje oscuro, ella con un vestido claro. Tienen un aura cinematográfica, a lo Humphrey Bogart y Lauren Bacall en Los Ángeles. Un canto a la nostalgia de lo no vivido. Mi abuelo mira a cámara ligeramente encorvado mientras se dirige a mi padre, al que lleva cogido de la mano, y que está fuera de campo. A mi generación le va a ocurrir algo parecido: le costará salir en la foto de la Historia. Y si lo hace, lo hará desdibujada, como Robin Williams en Desmontando a Harry.

Nuestros abuelos aprendieron a hablar escuchando el eco de la guerra. A nosotros nos amamantaron con Biofrutas y yogures de la Lechera, con Chimo Bayo de fondo, sin leche en polvo ni nanas de la cebolla. Una España asomaba entre escombros y esquirlas y otra preparaba los fastos de los Juegos Olímpicos y la Expo. Ellos soportaron una dictadura de cuarenta años y nosotros llamamos facha a Antonio Burgos en Twitter. El nuevo siglo nos cogió desprevenidos, viendo Los Simpsons en el salón de casa, o juntando dos Nokias para intercambiar fotos de coches tuneados y politonos de Operación Triunfo a través de los infrarrojos. Un relato simplón, desprovisto de toda épica.

Nuestros padres nos señalaron el camino, porque ellos lo trazaron antes, desbrozando los recodos del paro, con las privatizaciones de Felipe González y el desembarco en Europa y la OTAN.

Aprendimos informática sobre la marcha, con el primer ordenador de mesa que llegó a casa, dábamos clases de inglés en la escuela y nos creímos que el futuro vendría resuelto si seguíamos el guión previsto. Aspirábamos a todo, sin percatarnos de que esa es la mejor forma de quedarnos sin nada. Nuestros abuelos se casaban pronto, tenían varios hijos y se asentaban en el pueblo de origen, o en la ciudad a la que llegaban como emigrantes. A nosotros nos duran más las depresiones de las rupturas que las propias relaciones, y rehuimos la paternidad porque preferimos “vivir la vida”, como si alguien supiera su significado, una frase estúpida que parece un eslogan de Coca-Cola. Seguimos emigrando, pero con carreras, cursos y prácticas no remuneradas, invitando a café al personal y haciendo fotocopias para el jefe. Nuestros abuelos charlaban en la plaza o en el bar. La amistad se nos consume con la batería del móvil entre grupos de Whatsapp, caritas amarillas y monos sorprendidos.

Cuando mi abuela Hilaria venía a casa, solía repetir una frase que guardé como un tesoro: “Cuántas cosas tenéis...” Solo los mayores, testigos directos de la historia reciente, saben apreciar las mejoras y adelantos de las últimas décadas, en comparación con las penurias y “fatigas” que sufrieron en sus carnes durante una infancia de trabajo, sacrificio y escasez. De joven, mi padre consultaba sus dudas en una enciclopedia Vergara antiquísima, que parecía sacada de El nombre De la Rosa. Ahora llevamos el mundo en el bolsillo del pantalón y no sabemos nada. Devoramos noticias en cualquier sitio y a cualquier hora, pero nos falta perspectiva, contexto y experiencia. Habrá que abrazar a los abuelos, sentarnos a su vera y escucharlos atentamente.