Opinión

Historias de taxistas

Historias de taxistas

Historias de taxistas

  1. Opinión

Por José Gabriel Real, @Josega90

No me gusta mi trabajo, lo detesto. Es un cóctel asqueroso de desidia y frustración. Preferiría quedarme en casa, leyendo la prensa y mojando galletas Dinosaurus en el café. Pero todas las etapas de la vida nos surten de momentos memorables.

De vez en cuando, mi jefe recibe algún encargo por teléfono, y por alguna razón que desconozco, (aunque sospecho que pretende perderme de vista durante un rato) me encomienda la noble misión de llevar la mercancía a su destinatario. Mientras espero al taxi apoyado en la puerta de la entrada, busco los rayos de ese sol lánguido que insufla la energía justa a los ingleses para seguir bebiendo y creyéndose los reyes del continente.

Meto las cajas en el maletero, saludo al conductor con una sonrisa aviesa y me arrellano en el asiento del copiloto. Le pido que no corra para retrasar mi vuelta todo lo posible y escucho sus enseñanzas ensimismado. Muchos catedráticos deberían ceder su plaza a ciertos taxistas; son personas sabias y despabiladas, capaces de sisarte tres libras antes de llegar a la primera rotonda y de girar a contramano en el momento adecuado. No en vano, El Fary, autor de frases como “la mujer detesta al hombre blandengue” o “deja a los chavales que camelen… si ellos camelan pegarle un poquito a la mandanga”, fue taxista.

Esta mañana he llevado unas tartas a Kennington, un pequeño pueblo de la periferia. El taxista tenía una edad provecta pero no descuidaba su aspecto: polo blanco nuclear, pantalón de pinza marrón y gafas de sol. Me contó que se había criado en Oxford y que había desempeñado muchos oficios a lo largo de su vida: albañil, oficinista, comercial… Culpó a los ingleses que votaron a favor del Brexit de ignorar las consecuencias económicas de la salida de la Unión Europea, aunque su mujer y su hija se decantaron por esa opción. Me contó que la mayoría de los vagabundos que deambulan por la ciudad vienen del norte del país porque saben que aquí podrán sobrevivir entre la asistencia de algunas asociaciones y la caridad de los transeúntes. Se desvió de la autovía y se adentró en una carretera secundaria salpicada de baches y curvas. Temí que en cualquier momento apareciera alguna mujer vestida de blanco con un bebé muerto en el regazo. O peor aún: Álvaro Ojeda grabando un vídeo en vertical con una bandera española anudada al cuello.

Al final llegamos al domicilio en cuestión: un adosado apartado con un Audi y un Maserati aparcados en el jardín. Estuve a punto de dirigirme al cliente en villanoveño antiguo, recurriendo a una cita que alude al confort de los coches de lujo: “¡Anda hijo, que tambié vah dehcarzo!”. Pero temí que no entendiera un dialecto que solo hablamos un puñado de privilegiados en el mundo.

Me volví a subir en el taxi y al final del trayecto tuve que pedirle cinco libras más a mi jefe. El paseo había salido por treinta y cinco libras. Le pedí al taxista que esperara un minuto y asintió, sacando la cabeza por la ventanilla y pidiéndome que no le llevara más tartas. Dos horas más tarde, la diosa Fortuna volvió sonreírme. Tenía que llevar un pedido de varias tartas y pastelitos al Trinity College. El segundo taxista era un negro de pocas palabras. Iba ataviado con una americana oscura y una camisa blanca. Cuando le pedí que me abriera la puerta del maletero profirió un: “Oh yeah, man…” rotundo. Por un momento pensé que estaba hablando con Jay Z.

Me bajé del taxi y descargué la mercancía en varios viajes para no agravar mi preciada escoliosis. Al salir de la cocina del college y cruzar los jardines principales, distinguí una nube de turistas haciendo fotos al otro lado de la verja. No había nadie más en la entrada del recinto. Me faltó enfundarme las gafas de sol, taparme la cara con un periódico y gritarles: “Gracias, la familia bien, pero respetad mi privacidad, por favor”.