Opinión

El día que entré en la BBC

Fachada de la emisora de radio/BBC.

Fachada de la emisora de radio/BBC.

  1. Opinión

Por José Gabriel Real

El ser humano es maravilloso; ha levantado las pirámides de Egipto, ha pintado la Capilla Sixtina y ha inventado el Mikolápiz. Pero a veces resulta patético. Sartre decía que “el hombre no es libre de dejar de ser libre”. Y haciendo uso de ese dudoso privilegio, suele escoger la opción más desafortunada, el camino que lo conducirá al fracaso.

Le envié un mensaje a una amiga con motivo de su cumpleaños. Como viene siendo habitual en las mujeres que han pasado por mi vida, no recibí respuesta alguna hasta el día siguiente. Me trasladó su desazón por trabajar en un hotel de Londres a pesar de haber conseguido el título de Periodismo. Esta carrera no se estudia, se obtiene tras superar una dura etapa de descanso y solaz, como quien se tumba a ver crecer la hierba en primavera. Intenté animarla con consejos prefabricados; esa serie de pautas que recomiendas a tu entorno pero que nunca aplicas a tu propia vida.

Un tuit me condujo a la web de la BBC. Encontré una sección de empleo y me registré en un arrebato de inconsciencia. Cumplimenté las casillas de los datos personales, de la formación académica y de la experiencia laboral, seguro de mis posibilidades por mi dilatada trayectoria derramando saliva sobre micrófonos y escaletas. Mi ambición profesional, dormida durante años, había despertado como el Vesubio.

Busqué la dirección de la BBC en Oxford. Memoricé la calle y el número y decidí llevarles el currículo. En las dos primeras papelerías se negaron a imprimírmelo por no ser universitario. Me sentí tan ninguneado como Bender en ese capítulo en el que, expulsado de un parque de atracciones grita: “¡Pues ahora pienso montar mi propio parque, con casinos, y furcias!”. A la tercera fue la vencida. Fue una victoria pírrica. La dependienta, una veinteañera que haría atractiva a Chabelita, me pidió dos libras por pasarle el antivirus al pen drive. Le entregué el dinero a la atracadora y me marché indignado. Me subí en la bicicleta y me dirigí a la delegación de la BBC. Dejé atrás las calles del centro y me adentré en Woodstock, un barrio pijo donde el aire huele a Channel y los perros mean más colonia que Guardiola.

Las calles están sembradas de caserones señoriales, con escudos heráldicos en las fachadas y Mercedes Benz en los porches. Hasta los árboles de las aceras, con troncos robustos y hojas perennes, desprenden una elegancia abrumadora. Llegué a mi destino a la una menos cuarto. Contemplé la fachada de la emisora antes de entrar y me mesé los cabellos.

El edificio tiene tres plantas, paredes ocres y ventanas grandes y rectangulares. El nombre de la entidad, impreso en una tipografía simple y sobria, reluce en uno de los laterales del exterior. Empujé la puerta y estiré el brazo hacia atrás para encajarla, hasta que me di cuenta de que era automática. Me quedé en escorzo, adoptando una postura ridícula. En la planta baja había fotos de los presentadores más famosos de la cadena. A la izquierda, encontré una barra de madera con taburetes vanguardistas a los lados. Pensé en pedirme un güisqui para sacudirme los nervios. Me acerqué al mostrador y le pregunté a la recepcionista si podía dejarles el currículo. Me escupió un “no” irrefutable, pero aguanté el tipo en silencio, esperando una explicación. La mujer me contó que debía registrarme en la sección de empleo de la web e inscribirme en las ofertas que quisiera. Antes de marcharme, se interesó por mi edad. Le dije la verdad y me dijo que parecía más joven. Me había afeitado la noche anterior y lucía un rostro níveo e impúber.

Me preguntó si tenía experiencia en algún medio de comunicación, y estuve a punto de bajarme la cremallera de la chaqueta, levantarme el jersey enseñarle la camiseta de Ondapueblo al grito de: “¡Sí se puede!”, como un diputado de la gente corriente.

Le di las gracias y me marché. Tenía sentimientos encontrados: el alivio de no haber recibido una patada en el culo y el arrepentimiento de no haberle hecho un favor a la recepcionista a cambio de un puesto de trabajo. Entré en una cafetería y pedí un café con leche. Me senté al final del local y saqué Los Diarios de Iñaki Uriarte de la mochila. A mi izquierda, un chaval pintaba una sala de estar con rotuladores en un cuaderno de dibujo profesional. Recordé las largas horas de Historia del Periodismo Español viendo a mi amiga Irene dibujar caricaturas y pingüinos mientras la profesora recitaba nombres de periódicos liberales. En la mesa de enfrente dos chicas ordenaban fotocopias, subrayaban renglones de El cuento de la criada y tomaban nota en sus respectivos portátiles. Supuse que eran estudiantes de Literatura. Abrí el libro y empecé a leer. Hice una pausa, levanté la cabeza y retuve la escena. Me imaginé que las cuatro personas que habíamos coincidido en ese rincón de la cafetería, estábamos luchando por alcanzar nuestros sueños entre tazas de café, rotuladores, apuntes y libros.