Florence Foster Jenkins

Cartel de Florence Foster Jenkins/ Archivo

Cartel de Florence Foster Jenkins/ Archivo

Por Gerardo Gonzalo Pérez

Stephen Frears, titular de una carrera cinematográfica tan variada como interesante, nos relata en esta ocasión la historia (real) de una cantante cuya ausencia de talento es su principal atractivo.

No deja de ser una recreación de El rey desnudo de Hans Christian Andersen, mostrándonos una interesante metáfora de la ceguera que una situación de privilegio puede provocar no sólo en el protagonita, sino en un entorno dedicado a blindar esa ilusión.

Son múltiples los ejemplos y muchas las comparaciones. O es que acaso la obcecación de Mariano Rajoy por aferrarse al cargo no viene dada en parte por ese grupo de aduladores políticos y mediáticos que le rodean y le hacen sentirse indispensable. O no son los sucesivos entrenadores y compañeros de equipo los que silencian la realidad a un Cristiano Ronaldo al que le hacen creer que es un gran lanzador de faltas. O no es menos cierto que en la redacción de EL ESPAÑOL nadie se atreverá a indicar a su director que el tono de alguna de sus corbatas resulta a veces demasiado estridente en lo cromático, y le quedaría mejor algo más discreto.

En cualquier caso, la felicidad del adulado, y la estabilidad del adulador, son las bases de una relación en la que ambas partes encuentran una felicidad que es oxígeno para los primeros y confortabilidad en el papel de secundario del resto (de hecho ahí estamos casi todos) que hemos entendido que la normalidad, como dice Hugh Grant en un momento de la película, nos previene contra la tiranía de la ambición.

Ciñéndome a los aspectos cinematográficos, el film es entretenido, con situaciones muy divertidas, ligero en su envoltorio, pero con cargas de profundidad en su mensaje siguiendo la mejor tradición woodyallenesca, con unos actores brillantes (el trío protagonista está excelente),y una ambientación muy lograda.

Es curioso, volviendo a Mariano, que a la protagonista se le caiga el velo que nubla sus ojos leyendo un periódico. Él no corre ese peligro, ya que no serán las páginas de "El Marca", su lectura de referencia, las que le despierten de su ensoñación de hombre providencial, y es que aquí funciona la anecdota de, -Stalin está muerto, -Ah, pero ¿quién se lo dice?