El odio

El concejal de la CUP en el Ayuntamiento de Barcelona Josep Garganté, ante los antidisturbios de los Mossos (EFE)

El concejal de la CUP en el Ayuntamiento de Barcelona Josep Garganté, ante los antidisturbios de los Mossos (EFE)

Por Juantxu Gomeza

Ya no nos extraña oír que se abren procesos penales por delitos de odio; o que hay fiscales para delitos de odio. Y, sin embargo, parece extraño que el odio, que vive dentro del alma, como un microorganismo, sea en sí elemento del delito. Pronto tendremos un Ministro para la represión del odio, con grandes salones en un edificio noble, probablemente en Serrano, con funcionarios que tomarán su café de las once en las cafeterías elegantes del barrio; y un par de directores de Buenas Costumbres, como el consejero andaluz de Cultura tenía dos dirigiendo -y cobrando- la Filmoteca.

Sé que al castigar el odio se trata de perseguir conductas, acciones u omisiones, y parece cobijarse bajo esta palabra que retrata el alma lo que, en realidad, se realiza en el exterior, con las manos, y que la conciencia, como templo, no delinque (Cogitationes poenam nemo patitur), pero el odio es materia pegajosa, que es propia de la sustancia gris del cerebro y de su corteza, que se transmite por corrientes eléctricas, y por ello el fiscal del odio puede al final convertirse en un fiscal de las conciencias.

El odio no es un sentimiento, sino una potencia del alma. Quizás pueda definirse en negativo, como toda cosa difícil de definir. Habrá odio cuando no quepa ni por asomo compasión alguna. El odio no admite, como el Anticristo respecto a la Cruz, la presencia de un solo gramo de compasión. Y el odio, que es propio de cada hombre, se transmite por el cuerpo social como una enfermedad llevada por las garrapatas: alguien lanza el odio y se extiende con profusión, como una canción del verano o un picor en la piel.

Savonarola en Florencia, Calvino en Ginebra y Hitler incluso después de muerto, fueron provocadores del odio. Ahora, en España, donde nunca habíamos olvidado a este vecino, sentimos que pulula y vive en nuestra vida social; incluso hay un concejal de Barcelona (creo que se apellida Garganté, como el Gargantúa de mi Bilbao, el gigante que se traga a los niños), un concejal que tiene tatuado en un brazo un solo texto: Odio. No sé si será su único sentimiento, porque si yo me tatuara todos los míos necesitaría brazos y piernas y alguna extremidad adyacente; o si acaso en él el odio tiene fuerza tan extraordinaria que anula cualquier otra idea, cualquier deseo o pasión. Yo no puedo concebir que alguien se tatúe esa palabra, que es la expresión de su culpa, y se lance al mundo a provocar.

No quiero acusar a nadie y menos al presidente ZP, pero éste inició, en un momento, la adopción de medidas que no pedía casi nadie pero que provocaban la irritación de esa España (cada vez más menguante) conservadora y pacata. Era su forma de tomar protagonismo; y ese cuerpo social provocado aguantó y aguanta todo, pusilánime y estéril. Como los niños que toman la medida de sus padres, una barahúnda revolucionaria desarrolla después el guerracivilismo y en éstas estamos, con el terreno abonado para que el odio florezca como flor en el estío.

Los griegos, que veían el cuerpo social girar en un círculo desde la democracia a la dictadura y de nuevo al origen, debían tener presente la argamasa de lo político, que es el alma humana, que desarrolla tumores y conoce males y caídas y que no siempre sigue la virtud. Ahora, que la virtud ya no es el objetivo del cuerpo social (ya sea la virtud cristiana o una pagana), sino que como Modernidad vive sin una virtud compartida, esos tumores del alma ya no conocen límites para su expresión y se manifiestan como el tatuaje de Garganté, para su exhibición pública. Y si al tatuaje le acompaña una patada pues mejor.

El odio es una enfermedad que termina con la paz; no es enfermedad declarada por la OMS porque si lo fuera habría de declarar la pandemia universal. Pero la paz, que no puede ser perpetua, por mucho que lo diga Kant, dura ya un tiempo que era desconocido en Europa y no sé si con ese gusanillo que carcome las almas pueda ya pervivir y ser perpetua, que es la forma breve de la eternidad, porque lo eterno, si lo hay, es otra cosa distinta, ajena a los hombres.

El odio - qué fácil es escribir sobre él- da pie para mucho aunque luego sea algo estéril y que no conduce sino a la muerte. No sé si debo agradecerle al tatuaje del concejal que lo haya sacado a la luz pública, porque se esconde como una hormiga, y nadie quiere mentarlo. Por ello, no está mal recordarlo y evocarlo como a los demonios que pueden cercarnos en nuestro destierro en el desierto. Y el odio, que quiere tomar el poder en la política, está hoy en la prensa y en la calle, en el vecino del quinto y si miramos bien, sin recato, en nuestra propia alma