Masificación de el Museo del Prado

Pablo Sánchez/Flickr

Pablo Sánchez/Flickr

Por Ángel Zurita Hinojal

Por fin el jueves pasado pude satisfacer mi deseo de acudir a la exposición sobre El Bosco en conmemoración del V Centenario de su fallecimiento, montada por el Museo Nacional de El Prado con sus propios fondos y los de otros museos, lo que la hace irrepetible. La hora de entrar, las 14:30, la de la comida o de la siesta, según se entienda por la procedencia de mis improbables lectores. En todo caso la mejor para paliar en lo posible los efectos de la masiva concurrencia al evento.

El primer acierto de la organización fue la entrega de una humilde pero valiosísima guía de la exposición con las descripciones y explicaciones adecuadas a cada una de las obras. El segundo, la distribución que ayudaba a tener la sensación de que la afluencia de público era menor. Con todo, la abundancia de detalles de muchas de la obras y el tiempo requerido para su contemplación determinaron que las aglomeraciones frente a varias fuera inevitable, singularmente El Jardín de las Delicias y la mesa de Los Pecados Capitales. Por inevitable, asumido con el consuelo de que podré verlos con más calma en otra visita al mueso.

Finalizada la visita principal, procedí como hago siempre a hacer otra general, en esta ocasión, sin itinerario preestablecido. Tiempo hubo para Fra Angélico, Van der Weyden, Durero, el Legado Várez Fisa, Rafael, Brueghel, Tiziano, Tintoretto, El Greco, Caravaggio (lo que quedaba por el préstamo al Thyssen). Y poco más, a las 17:30 llegué a la Sala de Velázquez y por un momento sentí encontrarme en un embarcadero de ganado. Sin duda el aforo estaba más que excedido y el griterío (sí, griterío) era ensordecedor. Las Meninas más que contemplada estaba asediada, mucho más que los Boscos de unas horas antes.

Me indigné y di en pensar que lo que estaba ocurriendo era impropio de un museo que se tenga por tal e inconcebible en el que es tenido por la primera pinacoteca del mundo. Salí pitando como gato escaldado. Comprendo que en un determinado espacio horario la entrada sea gratuita (aún recuerdo cuando durante varios años, hasta que la entonces CEE lo proscribió, la entrada era gratuita en los museos de titularidad pública, El Prado incluido, y también que su tránsito era civilizado), pero estimo imprescindible e irrenunciable que los museos conserven su esencia y afirmo con rotundidad que eso era imposible el jueves en las últimas horas aludidas de El Prado. Entiendo que lo que viví es irrepetible en la National Gallery, en el Louvre o en los Museos Vaticanos, por poner solo tres ejemplos. Además, si dicen, y quizá con razón, que los españoles somos los únicos que hablamos a gritos, sin asomo de xenofobia formulo esta pregunta: ¿qué hacía esa mayoría de “guiris” que conformaba la concurrencia queriéndonos arrebatar tan poco honroso título?

En serio, la gerencia de El Prado tiene que cohonestar la gratuidad del acceso con la conservación de sus esencias. Sugeriría que lo mismo que hay un aforo máximo en horario de pago, que el mismo no se rebase en el gratuito, que igual que hay venta anticipada de entradas haya asignación anticipada de las gratuitas. ¡O yo que sé, pero hagan algo!