Una lección de Proust

Marcel Proust, de joven/ Wikimedia Commons

Marcel Proust, de joven/ Wikimedia Commons

Por Pilar Ruiz Ortega

Alguien me dijo que el jardín de la casa de la abuela de Proust no era para tanto. Ese para tanto quería decir que apenas si tenía algo de literario, si por literario entendemos que aún nos puede emocionar. Que esa emoción que sentimos ante el niño Proust refugiado en el jardín de su abuela sólo está en el libro. Ya sabíamos que los libros son algo más que la realidad, aunque ésta sea más bella o no. La belleza, la realidad y hasta los libros, se nos van, a veces, por el desagüe del fregadero.

Entonces volví a buscar la magia. No hacía falta mucho malabarismo, sólo releer ese pasaje de los campanarios de Martinville.  Esos dos campanarios son para Proust el punto de inflexión en la búsqueda de la emoción y de la belleza. Y que esa belleza y esa emoción permanezcan en la escritura. Y antes de la escritura esa especie de masa oscura, incomprensible y sin forma aún. Y detrás de esa masa informe de sentimientos y de emoción ante la visión de los campanarios de Martinville, que se desplazan, que se ondulan, que reflejan el sol poniente, que desaparecen y vuelven en cada recodo del camino, Proust, subido al pescante, al lado del cochero, empieza a comprender que ese placer oscuro de un principio se va transformando en una especie de claridad; “detrás de esa claridad, algo que parecían contener y ocultar a la vez”… “debía ser algo análogo a una bonita frase, puesto que era bajo forma de palabras que me causaban placer” “de manera que, como en una especie de embriaguez, ya no pude pensar en otra cosa.”

Y entonces, surge ya la determinación de plasmar en el papel esa claridad, esa emoción, producida por esa iluminación en la visión de los campanarios en medio del campo. “Cuando hube terminado de escribirla, me sentí tan feliz, sentía que la escritura me había liberado tan perfectamente de esos campanarios y de lo que escondían tras ellos que, como si yo mismo hubiese sido una gallina y que acabase de poner un huevo, me puse a cantar a voz en grito.”

Ese grito encierra todo el misterio de la escritura. Precedido de una mirada atenta, con los ojos bien abiertos, de una acumulación de sensaciones, pensamientos y emociones, y la determinación y el esfuerzo de la escritura. Porque si no hubiera sido así, continúa Proust, “los dos campanarios se habrían ido para siempre a reunirse con tantos árboles, tejados, perfumes, sonidos que yo había diferenciado de los demás a causa de ese placer oscuro que me habían procurado y que no he profundizado jamás."