Rebelión de las masas y tiranía de las minorías

Sócrates y Platón, retratados por Raphael en La escuela de Atenas/ Wikimedia Commons

Sócrates y Platón, retratados por Raphael en "La escuela de Atenas"/ Wikimedia Commons

Por Manuel Fernández Lorenzo (profesor de la Universidad de Oviedo)

Un nuevo fenómeno político-social comienza a arribar a nuestras playas políticas provocando una profunda división en el país: la equiparación en derechos y consideración social de las minoritarias uniones entre homosexuales con las mayoritarias uniones hetero-sexuales. El gobierno de Zapatero decidió dar el paso para que la voluntad de una minoría social homosexual se equipare a la mayoría heterosexual en la consecución de iguales derechos, incluidos los derechos de adopción y crianza de niños. El fenómeno está ocurriendo también en USA y no es privativo de España. Por ello, para analizarlo a fondo es preciso ir más allá de la mera constatación de enfrentamientos con la mentalidad católica tradicional, etc., que sostiene una única forma valida de matrimonio, orientado a la procreación, etc. Pues dicho enfrentamiento no nos parece que sea un episodio más del tradicional choque entre reacción y progreso en la extensión de las libertades individuales o sociales.

Se puede buscar otra explicación, pues creemos que el problema no está aquí. El problema está quizás en que, debido al creciente predominio de la demagogia sobre la democracia, determinados partidos políticos tienden a defender los principios de la democracia como una nueva forma de régimen absoluto en el que la democratización no tiene límites. Es decir, no entienden la democracia al modo liberal, esto es como democracia con límites marcados por la separación y equilibrio de poderes que inventaron Locke y Montesquieu, sino que la entienden como que el ser ciudadano de un país democrático hace a todo el mundo igual tanto en su derecho a votar, lo cual es ciertamente legítimo, como en cuanto a sus opiniones sobre todas las cosas sin límite ninguno.

La masa se convierte así en rebelde e indócil pues le está permitido, por el carácter absoluto de la democracia, que cualquiera iguale su opinión con la de otro ciudadano cualquiera por muy sabio que este sea. De dicha igualación, en cuestiones por naturaleza desiguales en su conocimiento y tratamiento, como puede ser lo que tiene que ver con materias de tipo moral y jurídico, que por muy científicamente que se presenten son siempre prudenciales, resulta un ambiente de supresión de toda barrera crítica y de imperio del todo vale. Es entonces cuando la masa se encuentra desarmada ella misma por ceder al deseo de hacer lo que le viene en gana y no sujetarse prudencialmente a ninguna opinión que se presente mejor fundada o documentada que otra. En tal estado anímico una minoría bien organizada puede conseguir que la mayoría acepte que derechos limitados por minoritarios se equiparen a todos los efectos y sin ninguna limitación con los derechos mayoritarios. En tal sentido se buscará que una lengua minoritaria hablada por centenares o miles de personas busque equipararse a todos los efectos con una lengua internacional hablada por millones o cientos de millones de personas. O que grupos cuyas prácticas sexuales corresponden estadísticamente, con una frecuencia histórica y no meramente circunstancial, a una minoría social, pretenden equipararse con las conductas sexuales mayoritarias que han marcado y siguen marcando la norma social. Si lo consiguen, por neutralización de las masas que se muestran indóciles a todo sentido común, presas de su propia estupidez, habrán conseguido imponer una especie de tiranía, indicio de la cual es eso que se empieza a llamar lo “políticamente correcto”.

Uno de los síntomas de la tiranía es la arbitrariedad del déspota que conduce a actitudes que justifican los mayores caprichos o estupideces que rayan tantas veces lo ridículo y lo cómico, pero que puede resultar trágico mofarse de ellas, pues la risa irrita sobremanera a los tiranos. Seguir diciendo, cuando se habla en español, A Coruña o Lleida, en vez de La Coruña o Lérida, como hacen tantos locutores de radio o televisión, debería llevarnos a decir London o Beijing en vez de Londres o Pekín. Pero no deja de ser chistoso recordar de modo políticamente correcto aquella famosa película de “55 días en Pekín” como “55 días en Beijing”. Y si se hace tal ridículo sólo es por el miedo a los nuevos tiranos. Platón ya detectó, ante la primera democracia histórica, la causa que la llevaría a su destrucción, la demagogia asamblearia que condenó a muerte al mejor ciudadano ateniense, Sócrates.

La democracia con separación de poderes es lo que caracteriza la democracia moderna. Por ello, cuando se pretende violentarla para transformarla en una tiranía encubierta se trata de desmontar la separación de poderes, politizando a la justicia o judicializando la política o rompiendo el equilibrio en la separación de los poderes autonómicos. A todo esto estamos asistiendo en los últimos tiempos mediante el caballo de Troya que introdujo en España el gobierno de Zapatero.