Occidente Pokémon

Quedada de jugadores de Pokémon Go/ K.S.Mayama/ EFE

Quedada de jugadores de Pokémon Go/ K.S.Mayama/ EFE

Por Juan Miguel Novoa 

El Verano del 16 va cogiendo forma. Entre grados y muertos, los termómetros existenciales van marcando sus puntos de ebullición. Podemos sorprendernos, si quieren, aletear con sorpresa regular expulsando los topicazos de turno, con pésames e indignación en toda esta empanada impotente y retórica que se fija en el estribillo je suis. Canción del verano que clama por que un Occidente ambiguo se logre definir en algo –mayormente en el drama de turno– como salida última que disimula que no somos realmente nada.

Tras los golpes de Francia edulcorados por falsas delicias turcas, nos encontramos terminando julio con el penúltimo susto alemán. El personal ya se acostumbra a dar la tecla F5 en el PC actualizando los muertos, mientras espera la versión digestible que nos darán los medios. Todo esto, antes de salir a la calle a refrescarse buscando Pokémon.

“Es lo que hay”, que dicen los castizos de la capital. Y así, mientras nuestras biografías se encuadran en un punto de mira, no es que ya miremos para otro lado, ya es que ni siquiera miramos más allá de esos monstruos informáticos que nos ofrece el móvil. La atención de la especie a este lado de la brújula está apelmazada así por las pantallas orwellianas del jueguecito de turno: sea este el juego del plasma mediático, la consola sin consuelo, tabletas rasas, o móvil alta generación.

Todos instrumentos formidables para seguir guiándonos el ensimismamiento en nuestro mundo autista. No es cuestión de culpar a la tecnología, en absoluto, pero el Pokémon nos trae la metáfora definitiva fin de época. Con eso y las muñecas hinchables que ya vienen, Occidente culminará su “grande bluff” mientras el caballo de Troya, always welcome, of course, cabalga sin resistencia ni atención persiguiendo nuestra sombra estéril desde los supermercados a las grandes avenidas. No importa. Felices iremos pasando de nivel, sin saber que estamos persiguiendo nuestro propio fantasma que yace, ectoplasma visual, en un juego.