La hora del rey

Felipe VI, rey de España/Wikimedia Commons

Felipe VI, rey de España/Wikimedia Commons

Por Rafael Pedro Castrillo Martínez (abogado de los ilustres Colegios del Señorío de Vizcaya y de Madrid)

Como sabemos, al Rey corresponde constitucionalmente arbitrar y moderar el funcionamiento regular de las instituciones (56), hacer guardar la Constitución y las leyes (61) y proponer el candidato a Presidente del Gobierno (62 d).

La segunda de las funciones que hemos citado remite a las vigilancia del cumplimiento de las obligaciones, también constitucionales, de los llamados “poderes públicos”. Estos son, en primer término y en lo que ahora interesa, el Gobierno, a quien corresponde ejercer la función ejecutiva y la potestad reglamentaria de acuerdo con la Constitución y las leyes (97); y las Cortes Generales, que ejercen la potestad legislativa del Estado, aprueban sus Presupuestos, controlan la acción del Gobierno y tienen las demás competencias que les atribuya la Constitución (66.2).

La existencia de Gobierno depende de la existencia de Presidente, que es quien propone a sus miembros para que puedan ser nombrados por el Rey (100). Y la existencia de las Cortes depende también de la existencia de Presidente de Gobierno porque si transcurre el plazo de dos meses, a partir de la primera votación de investidura, sin que ningún candidato hubiere obtenido la confianza del Congreso, ambas Cámaras serán disueltas (99.5).

Con ello, la inexistencia de Presidente de Gobierno y de Gobierno y la correlativa inexistencia de las Cortes genera –más cuando ocurre repetida y consecutivamente- el incumplimiento sistemático, por imposibilidad práctica, del mandato constitucional que implica a ambos poderes públicos en relación, por ejemplo y entre otras, con “la promoción de las condiciones favorables para el progreso social y económico y para una distribución de la renta regional y personal más equitativa, en el marco de una política de estabilidad económica” y de “una política orientada al pleno empleo” (40.1). Cito este aspecto porque parece que lo único que en nuestros días merece valoración preponderante es el “bienestar”, aunque esto merece atención más detenida. Para otro día.

Por tanto, la lectura de la obligación del Rey en relación con la proposición de Presidente de Gobierno ha de ponerse en relación con sus obligaciones de hacer guardar la Constitución y de arbitrar y moderar el funcionamiento regular de las instituciones.

Hasta aquí las referencias eran a la Constitución. Cito ahora el Diccionario de la Real Academia Española.

“Arbitrar: Idear o disponer los medios, medidas o recursos necesarios para un fin.
Actuar o intervenir como árbitro, especialmente en un conflicto entre partes”.

Es especialmente interesante para el caso la segunda acepción del término árbitro: “Persona que, como autoridad reconocida o designada por las partes, resuelve un conflicto o concilia intereses”.

¿Y moderar? “Templar, ajustar o arreglar algo, evitando el exceso”. Es sugestivo el ejemplo del DRAE: moderar las pasiones; siendo adecuada al caso la acepción de pasión como “perturbación o afecto desordenado del ánimo”.

Por tanto, el Rey no se debe limitar a proponer un Presidente. Debe actuar sujetando el interés desordenado de quienes no quieren facilitar un Gobierno, o un Gobierno estable, por intereses que no son los comunes de la Nación; y debe intervenir proactivamente, con la autoridad reconocida al árbitro, disponiendo y poniendo en juego lo necesario para que los actores políticos acepten su propuesta en orden a evitar males y procurar bienes para España. Aunque hubiéramos de hablar de males y bienes menores en relación con lo que nos puede venir encima.

Y todas estas observaciones de Perogrullo, que solo han constatado dos textos concebidos para entendernos (CE y DRAE), no evitan una llamada superior, preconstitucional: la obligación moral, el compromiso de todo hombre, especialmente en función de su posición en la vida y en la historia, de poner todos los medios para solucionar aquello que está en su órbita de actuación y, por tanto, a su alcance. Aunque eso requiera esfuerzos y riesgos extraordinarios.