La serpiente acéfala de la administración pública

Por Manuel Asur

Estamos en plenas elecciones generales y generalidades predican los candidatos sobre la reforma de la administración pública. Como lo general no es lo concreto, brota la indefinición. Una especie de vaguedad por exceso.

He sido funcionario durante muchos años en la Administración Pública del Principado de Asturias. Y si alguna luz me iluminó durante todo ese tiempo, aquí la expongo ahora, para evitar que en las losas del silencio alguien esculpa un falso epitafio.

En las oficinas de la Administración Pública todos están muy ocupados. Se dedican a convertir aciertos en errores y errores en aciertos porque todos son relativos. Relativos a la conveniencia, a la verdad absoluta del partido político en plaza de mando. Hay muchas clases de oficinas pero todas tienen en común la gestión circular. Consiste ésta en transitar de departamento en departamento, de sección en sección, sin que nadie se haga cargo de ella definitivamente. Su alimento es el error eficaz. Eficaz porque predice su modificación, la manera de subsanarlo. Se subsana organizando equipos de correctores proporcionales a los gazapos cometidos. Los gazapos pueden sumarse, son innumerables. Pero originan matices infinitos. De esta manera se engendran puestos de mando que ocupan jefes cuyo alcance metodológico, para erradicarlos, es meramente empirista, fruto de un aprendizaje a fuerza de años.

Producir es matizar. Prolongar los matices entre infinitos animadores para que el error no se pare. Si se detuviese, se detectaría. Afloraría el cuerpo escurridizo de la serpiente. De una serpiente acéfala porque ha de mantener su inteligencia de reptil en las oscuridades del huevo. "¡Vive en la oscuridad!" es el lema del burócrata eficiente. Pero, ¿cómo es la eficiencia?

La eficiencia depende del buen uso de la información. Esto significa comportarse como bien informado. Aunque se ignore la exactitud del informe. Si se ignora, no importa. Lo importante es gestionar. Y para ello hay multitud de jefes investidos de gestores. Son competentes en competencias incompetentes. Verdaderos expertos. Pero como la trivialidad imposibilita el fondo, no disciernen un sistema de una operación grosera que lo entorpece. El caso es que funcione en el momento. A esto lo llaman "ser expeditivos". Es así como arrastran fosilizados conocimientos a través de la indefinición.

Existe una manía nacional que estriba en considerar al técnico, por el mero hecho de serlo, buen organizador. Existe y persiste como una pesadilla que siempre ha flagelado la vida pública española. Pues un técnico nunca es especulativo. No es nefelibata. Es terrenal y táctil como un árbol. Basta con que maneje un buen bagaje operatorio para que sea firme candidato a dirigir grupos o equipos humanos. Por eso, cuando se hunde un puente, revienta un pantano o se descontrola una central nuclear, goza de algo parecido a una patente de corso protegida por algún chivo expiatorio.

Tan positiva es esta profesión, que cualquier fracaso en nada es comparable a un teólogo cretino cuyo horizonte mental no traspasa los lindes del catecismo. Sin embargo, ¿por qué no han de buscarse los errores tecnológicos en la mentalidad del técnico? Son los técnicos quienes más confunden la videncia con la evidencia.

Las necesidades crecientes de una formación interdisciplinar, en las sociedades modernas, acabará debilitando el mito técnico del especialista. Pero el técnico tradicional, incapaz de renovarse, hallará su refugio ideal en un partido político. De esta manera, con un poco de suerte dactílica llegará a ser jefe por libre designación. Gozará del mejor coeficiente, del máximo nivel administrativo y contemplará como sus compañeros, faltos de méritos como los de él, han de reciclarse, mostrarse serviles y abdicar de si mismos para igualarse a su condición y a su arrogancia. Así es la administración pública española. Una monstruosa impostura.