La desmemoria en el País Vasco

Felipe Gabaldón/Flickr

Felipe Gabaldón/Flickr

Por Ángel Zurita Hinojal

Leo en la portada de un diario este domingo 8 de mayo un elocuente aunque impreciso titular: “La memoria perdida de los jóvenes vascos”. Avanzando hasta la página 26, el post-título “¿Kale borroka? ¿Eso qué es?” Me sumerjo en lo que la portada velaba.

Se trata de que la juventud universitaria vasca desconoce o tiene alterada la percepción de una parte de su realidad inmediata, de su avatar más próximo y determinante, el del terrorismo que gangrenó (el verbo lo pongo yo) la sociedad en la que discurre su normalidad.

No me extraña pero duele tanto que no me importa ese dolor.

Hasta mis 21 años residí en Vizcaya. Antes, cuando los niños más que infantes son esponjas, me llevaron a un bellísimo, idílico lugar de la linde navarra con Francia. Tan esponja fui que en menos de dos años -los que duró la etapa- entendía el euskera que allí se hablaba. Qué tiempos aquellos, del Concilio Vaticano II, cuando los curas miraron las caras de sus fieles al oficiar la Santa Misa y cuando para ello pasaron del latín a la lengua romance; con la circunstancia de que allí había un romance oficial que pocos dominaban y una lengua bárbara en la que el común se desenvolvía, y yo me hice monaguillo; el resultado fue que éste que escribe como ya ha dicho, llegó a entender, y hasta a asombrar por ello, a sus convecinos.

En Navarra y en Vizcaya siempre creí estar razonablemente integrado, aunque sin olvidar lo que de una manera u otra siempre estuvo presente: que no era de allí.

A los 21 años de mi vida me toco emigrar, volver por donde había llegado no muchos años antes. Teniendo en cuenta mi integración arriba apuntada, no hay quien pueda discutir mi percepción de que soy uno de los ¿200.000-300.000? exiliados por causa de eso que los jóvenes universitario vascos ignoran 5 años mal contados después de que cesaran los más lamentables de sus efectos y pocas de sus causas.

No me extraña y esbozo un argumento de por qué: 37 años después de los 21 que contaba cuando abandoné aquella tierra que tanto llegué a querer y que tanto quiero pero en la que no volvería a vivir ni aunque me regalaran el mejor palacete de Neguri, en 2014 recibí la llamada de un compañero del bachillerato. Había organizado un encuentro de antiguos alumnos del colegio, sería el tercero y habiéndome localizado en internet (bendito internet) me convocaba.

Gran satisfacción y no menor expectación, después de esos 37 años sería como la oportunidad caída del cielo del reencuentro con algunos de los que fueron parte de aquella vida que, antes de la abrupta ruptura del vínculo, pensé definitiva.

Fue memorable: reencuentros (los más necesitados de apoyo memorístico), remembranzas, propósitos de continuidad, hasta evocación de algunos que no acudieron ni podrán acudir a la siguiente cita y buen yantar y no peor beber.

Ocho horas de convivencia (éramos no menos de 40, dos aulas representadas al cincuenta por cien) robando minutos al pasado. Unos profesores, otros abogados, otros funcionarios, otros empleados, otros … Conversaciones menos sobre algo. ¡Ni una palabra de política!

Me sorprendió. Me desilusionó. Lo entendí. Algo estaba podrido en aquella sociedad tan pujante.

Por eso, apenas dos años después, no me sorprende ahora la información del domingo.