El español en Londres

London Eye/Hannah McKay/Reuters

London Eye/Hannah McKay/Reuters

Por José Gabriel Real Castro

-Londres te dará para escribir

-Supongo que sí.

Le respondí a una amiga mientras las vivencias rebotaban dentro de mi cabeza como una bolita de Pinball. Nunca sé si podré seguir escribiendo hasta que empiezo a derramar palabras sobre el Word en esas tardes grises y lánguidas en las que no puedes hacer nada peor. Empezar la crónica contando que un vasco y un andaluz iban por Londres puede sonar a chiste de Arévalo. Pero la realidad siempre supera a la ficción. Nos bajamos del autobús a las diez y media y seguí a Elliot con la mochila a la espalda como un pequeño sherpa. Se frenó en seco, arrastró el índice sobre el GPS del Iphone y señaló el camino hacia la entrada de metro más cercana. Los viajeros parecían topos inquietos recorriendo esas enormes galerías subterráneas donde convergen las vidas que se apiñan en los vagones. Los pasillos están forrados con carteles de películas y anuncios de multinacionales. Los túneles huelen a taller clandestino; una mezcla de humanidad, aceite, humo y goma quemada. Llegamos a la superficie con ganas de volver al metro: una lluvia fina y traviesa incordiaba a los transeúntes mientras los motoristas y los conductores aceleraban en los charcos.

La fachada del Museo Británico augura una visita inolvidable. Al final de las escalinatas se yerguen ocho columnas jónicas que sostienen un frontispicio sobre el que se extiende un conjunto escultórico neoclásico. Los rayos del sol inglés, que aparecen cuando menos te lo esperas, tiñen la entrada de tonos dorados y broncíneos. El recorrido por las diferentes exposiciones del museo me retrotrajo a las largas noches de bachillerato frente al libro de Historia del Arte: La leona herida de los asirios, los pedazos del Partenón, las cariátides del Erecteion, La piedra Roseta… Los mejores vestigios de la civilización occidental rodeados por cuerdas de terciopelo o metidos en urnas de cristal bajo los objetivos de los smartphones. A la salida del museo, nos dirigimos a Camden, un barrio en el puedes pasear en pijama y desayunar en una tienda que sólo sirve cereales con leche. Pero el comercio más extravagante del barrio es Cyberdog, una tienda de ropa cuya entrada está custodiada por dos robots de quince metros de altura. El interior está iluminado por neones fluorescentes y suena música electrónica a un volumen ensordecedor. Cuando me debatía entre llamar a una dependienta o a un camello, vi a una pareja de gogós bailando sobre unas plataformas clavadas en la pared del fondo.

Almorzamos en una plaza donde se amontonan tenderetes de comida de todo el mundo. Puedes pinchar un trozo de toro etíope con la derecha y saborear sopa malaya con la izquierda. En el centro de la ciudad, recordé que la desigualdad se amplía en cada crisis: vi a un botones con sombrero y chaqué abriéndole la puerta del coche a un niño en la entrada de un hotel y a vagabundos tiritando en los huecos de los cajeros. En Picadilly recuperé la esperanza en la prensa; varios viejecitos, cubiertos con chubasqueros, repartían periódicos vespertinos. Londres acoge a los artistas y maltrata a los superhéroes: encontré a un fulano pelirrojo haciendo beatbox con una armónica y a un Spiderman con zapatillas y mochila repartiendo folletos de una franquicia de comida rápida. Al caer la noche, cenamos en un restaurante vasco en el que el tamaño del plato es inversamente proporcional al precio. Pedimos croquetas, cocochas, boquerones y sidra como si tributáramos en Panamá y los únicos inmigrantes del local fueran el sevillano y la murciana que nos sirvieron la comida. Llegamos a Oxford a la una menos cuarto de la noche. Tenía la cartera vacía, las suelas desgastadas y la chaqueta sudada, pero el viaje me había permitido despejar ciertas preocupaciones: en el oscuro camino del inmigrante hay momentos para la felicidad.