Como si no hubieran pasado cinco años

Federico García Lorca/Surreal Name Given/Flickr

Federico García Lorca/Surreal Name Given/Flickr

Por Guillermo Laín Corona, @glaincorona, profesor de literatura española en la UNED

De visita hasta el 15 de mayo por Lavapiés y encaramada al Centro Dramático Nacional en coproducción con Atalaya Teatro, la versión de Ricardo Iniesta de Así que pasen cinco años es una maravillosa filofrikada. Como en El público y demás ralea surrealista, a Lorca se le va la pinza con frenesí frikiliterario, de ahí el subtítulo, Leyenda del Tiempo, para el que barajó también la opción de Misterio del Tiempo (que no, por favor, Ministerio del Tiempo… aunque ojalá algún día les dé en esta serie por que pasen cinco años, para deleite de todos los ministéricos). Ahora bien, con todas sus rayadas, Así que pasen cinco años. Leyenda del Tiempo es recomendable hasta para el espectador más de andar por Facebook: merece la pena huir de la zona de confort de las bernardas, las yermas y las bodas de sangre, y atreverse con el Lorca más raro.

Como es rara, para disfrutar de la función, hay que estudiarse algunas claves con premeditación y alevosía. Lorca nos riega con arlequines, payasos, abanicos rotos, maullidos de gatos, un jugador de rugby, tres jugadores de cartas, un viejo lúgubre y hasta una máscara que habla con acento italiano, entre otras cosas, y todas se suman líricamente en oscuros símbolos desquiciantes/desquiciados/desquiciadores. Pero, en el fondo, es lo de siempre: una historia de amor, en este caso a tres. A un chico le gusta una chica e ignora a otra que está colada por él. Tanto le gusta la primera, que decide esperar idílicamente cinco años para quererla. Pasado ese tiempo, ella se ha fijado en otro, y él, rechazado, vuelve a fijarse en la que había ignorado anteriormente, solo que ahora es ésta la que le ignora a él, hasta que pasen cinco. O sea: que los tres quieren querer, y, al final, no moja nadie. Un culebrón… del que se da el salto a rango de obra maestra precisamente por la parafernalia surrealista. Pero que no panda el cúnico.

Basta con tomar estas rarezas por lo que son: relámpagos poéticos que sirven para proyectar sentimientos, problemas y miedos de la relación de amor, en torno a otros tres vectores: tiempo, sueño y muerte. Sin ir más lejos, Camarón: que el sueño va sobre el tiempo flotando como un velero. En castellano viejo: menos pajaritos y más follar, que se te echa el tiempo encima y a ver si la vas a palmar. Por supuesto, como lo plantea Lorca es mucho más bonito y genial.

Sin embargo, cuando Lorca iba a proponerle/leerle éste y otros textos semejantes a Margarita Xirgu y otras malas compañías de farándula, no le echaban cuenta. Él pedía que confiaran en él, porque para entender/disfrutar de su teatro era preciso verlo representado, sobre todo si se trataba de obras de este palo, tirando a imposibles. Aquí es donde entra en juego el trabajo sobresaliente de Ricardo Iniesta. El texto de Lorca está calcado casi al milímetro, pero desaparecen los decorados grandilocuentes de las larguísimas acotaciones. Iniesta se vale solo de un biombo de ventanas y unas escaleras, que representan, en diferentes disposiciones, diferentes espacios en cada acto. Se trata de un decorado austero, pero muy de modernos de hoy y que acierta en realzar, aunque a su modo, la esencia lorquiana. El tono de Iniesta es tal vez más siniestro de lo que uno se imagina al leer la obra (véase el payaso, más del rollo It de Stephen King, que de un Miliki mofletudo). Pero, entre lo austero del escenario y el toque oscuro, reforzado por un estupendo juego de luces, todo gana en duende, con momentos álgidos como la escena del niño con el gato o la primera aparición de los arlequines golpeando rítmicamente las escaleras.

Todo esto, gracias a un reparto asquerosamente bueno. Por elegir tan solo, me quedaría con la interpretación de la máscara veneciana (que es la misma Carmen Gallardo que hace el papel, también magnífico, de criada). Y hasta lo que se intenta decir malo se tronca en exquisito. La interpretación del joven protagonista parece un poco sosa… pero, claro, el personaje en sí es un pazguato, con lo que, en verdad, Raúl Sirio lo borda, y, al final, lo desborda, dejando al espectador con el corazón en un as y los pelos como escarpias.

Total, que a Lorca no le faltaba razón. Puesta en escena, Así que pasen cinco años se saborea como un pastel de luna o como un chute de adrenalina teatral. El problema es que Lorca se había adelantado a su tiempo (ya lo habría querido David Lynch para su Mulholland Drive, otra historia de amor a tres saturada de rayadas onírico-poéticas). Ahora, con el excelente montaje de Iniesta, la modernez supina de la obra florece en toda su actualidad, como si por ella no hubieran pasado ni cinco años siquiera.