Los tres entierros de Ángela Gil

Dos años inerte en su sofá : la solitaria muerte de Ángela Gil/Cinta Arribas

Dos años inerte en su sofá : la solitaria muerte de Ángela Gil/Cinta Arribas

Por Rubén Díez Tocado, @dieztocado1

A veces la realidad tira dos dados y le sale un seis triple. En Semana Santa conocimos la historia de Ángela, una agente inmobiliaria que había muerto con 50 años y cuyo cadáver descubrieron en el sofá de su casa en Valdilecha. Habían transcurrido más de dos años desde su muerte. Al parecer el cuerpo era visible desde la mirilla de la entrada y eso fue lo que llevó a su descubrimiento. La mujer mantenía una relación conflictiva con familia y vecinos, por eso su ausencia no había levantado sospechas.

En esos días, nos contaron la historia similar de otra mujer, también llamada Ángela, ésta G. G., a la que le sucedió lo mismo, aunque con otra edad: 51. Nada supimos de su profesión. En este caso la guardia civil, que debía saber del otro por la prensa, no se limitó a observar por la mirilla de la casa y la desmontó para cerciorarse de que había un cadáver dentro. Ambas historias, sin embargo, tenían más cosas en común: la autopsia había dictaminado que era una muerte natural y se confirmaba el mal carácter de la fallecida.

Días después, cuando el relato del suceso ya no corría de boca en boca, Nacho Carretero publicó en EL ESPAÑOL la historia de una tercera mujer, Ángela, ésta más real: como hemos visto, Ángelas hay muchas, pero no tantas que se apelliden Gil en Valdilecha. Su relato era más extenso que los otros, y por lo tanto más susceptible de contener errores (el que habla mucho yerra mucho). Pero no fue así. Con fina certeza, sin sucumbir a tentaciones folletinescas, nos confirmó las circunstancias de vida y muerte que rodearon a Ángela Gil. Además obró el milagro que los lectores le agradecemos: nos hizo ver que las tres mujeres eran la misma persona.

Gracias a él supimos que Ángela Gil tenía 52 años cuando murió. Que la casa en la que vivía fue fruto de una condición que su padre pactó con la constructora, a cambio de venderle el terreno para la edificación. El reportero nos hablaba también de una nota, la que Sofía, sobrina adolescente de Ángela, le había dejado en su puerta en febrero de 2015. La estaban buscando, no daban con ella. “La familia estaba desesperada por ayudarla, pero no se dejaba”. Carretero hunde cualquier boya a la que pudiéramos habernos aferrado en nuestra imperturbable inquina de lectores voraces: lo cierto es que Ángela, Ángela Gil, sufría trastornos mentales por los que recibía medicación de ansiolíticos y “lo estaba pasando mal”. No dormía. Esto explica en parte la turbulencia de sus relaciones sociales y su comportamiento hostil. Y sí, a pesar de eso, Ángela Gil tenía amigos. Nacho Carretero no nos lo cuenta para demostrar que una mala vecina también puede tenerlos, sino para constatar una vez más que la realidad, desparramada y múltiple ante los ojos, le da de beber, aunque sea a cuentagotas, al periodista cuando éste es diligente, no al revés. Esto se aprecia en un detalle: Carretero afirma que Ángela Gil murió en noviembre de 2013, pero siembra dudas sobre la causa de su muerte: “Se hizo una autopsia preliminar pero el avanzado estado de descomposición del cuerpo dificulta los resultados”. Mucho habían corrido los forenses de las dos primeras Ángelas. Ésta fue más afortunada y la ciencia hablará, si hay suerte, donde el rumor no supo.

El periodista, cuando es sensato, termina por aceptar que la realidad es inabarcable. Pero para salir a la calle a investigar, cuaderno en mano, no puede permitirse el lujo, tan ruin, de creer que ese pedazo de la verdad lo alejará en igual medida de la otra, la inalcanzable, haga o no un desempeño negligente de su profesión. Al cronista de sucesos, como al médico destinado en urgencias, le toca bailar con la verdad más fea, pero a ambos debería alentarlos una obviedad: en ocasiones, ellos son los únicos que median entre la vida y la muerte de los ciudadanos, biológica en el caso del sanitario, social en el del reportero. Y, respecto a éste, no me aleguen prisas en tiempos de hojas de luz. Antes había que llenar papeles, cuadrar unas linotipias, cumplir en los repartos. Hoy no pero, como entonces, basta con ser claro, certero y serio. Dos párrafos de más o de menos, dependiendo de las manos que los trabajen, pueden ser un abismo para la credibilidad o su medalla más resplandeciente.