El sillón 'H'

El escritor Félix de Azúa durante su discurso de ingreso en la Real Academia Española (RAE)/EFE

El escritor Félix de Azúa durante su discurso de ingreso en la Real Academia Española (RAE)/EFE

Por Juan Pablo Sánchez Vicedo, @jpsVicedo

Félix de Azúa empezó escribiendo versos contestatarios y ahora es académico. Josep Maria Castellet lo hizo un poco célebre en 1970, cuando lo incluyó en su antología Nueve novísimos poetas españoles. Los novísimos podían haber sido diez, quince o treinta y tres, pero Carlos Barral convenció a Castellet de que «nueve novísimos» era un reclamo sonoro. Aquel joven rebelde fue enviado a la Universidad de Navarra para que el Opus lo enderezase, pero otras familias tuvieron la misma idea y se juntó con unos cuantos individuos de su condición. Luego estudió filosofía y se fue a París, donde no estaba muy mal vista la extrema izquierda, y allí frecuentó la tertulia de Agustín García Calvo, el profesor depurado por la dictadura.

Azúa es hoy un señor templado y sabedor que practica la ironía como una gimnasia que mantiene a punto su inteligencia. Ha cultivado casi todos los géneros como sucesivas estaciones de su viaje al desencanto: poesía, novela, artículos y ensayo, y acaso la Academia le haya franqueado la puerta al ensayista.

El ingreso en la Real Academia Española es ritual. Los invitados seguimos recibiendo un tarjetón pulcro y solemne en el que los académicos son tratados de excelentísimos. El estatuto de la casa prescribe la presentación del candidato con el aval de tres miembros. A Félix de Azúa lo propusieron Carmen Iglesias, Javier Marías y Santiago Muñoz Machado para ocupar el sillón «H» y fue elegido en el pleno del 18 de junio de 2015. Nueve meses entre la elección y el ingreso no es demasiado tiempo; se ha dado el caso de esperar cuarenta años, pero no es preciso explicarlo ahora.

Los electos entran en la RAE vestidos de etiqueta. Como a todos los que han sido revolucionarios, a Félix de Azúa le sienta bien el frac. Cruzó el salón acompañado de Aurora Egido y Manuel Gutiérrez Aragón, sus predecesores inmediatos. Presidió el acto el ministro de Educación, sobre cuya cabeza no colgaba el viejo retrato de Cervantes, trasladado provisionalmente a la Biblioteca Nacional para una exposición.

El sillón «H» es tan misterioso como la letra que lo señala. Parecía propiedad del longevo Martín de Riquer, un medievalista venerable y derruido como un castillo. De Riquer, mutilado de guerra, estuvo en la Academia como un caballero indestructible que casi vence a la muerte; falleció a los 99 años, como Menéndez Pidal, de lo cual se deduce que estudiar la Edad Media alarga la vida. En su discurso Félix de Azúa se reconoció deslumbrado por Martín de Riquer ya en 1970, en una conferencia sobre armas y armaduras. Luego, Carlos Barral, inducido por Vargas Llosa, reeditó con supervisión de De Riquer la novela de caballerías Tirant lo Blanch, que a su vez estimuló a Félix de Azúa a escribir su propia novela caballeresca: «Hace cuarenta años que Martín de Riquer empezó a traerme a este sillón».

Mario Vargas Llosa respondió a Félix de Azúa con el preceptivo discurso de bienvenida. El peruano vive la difícil etapa que sigue al triunfo, aunque parece que el Nobel no lo ha paralizado o, por usar una expresión suya, no lo ha convertido en una estatua. Ahora lucha por no descomponer en las portadas de ¡Hola! su figura de escritor sagrado. Dicen que en la Feria del Libro de Lima se preguntó mucho por "ese señor que sale con la madre de Enrique Iglesias". Verdad o no, Peio H. Riaño ha contado en EL ESPAÑOL que ya se han ordenado dos reimpresiones de su nueva novela, Cinco esquinas, que solo lleva diez días a la venta.

De Félix de Azúa ensalzó sobre todo su condición de ensayista radical, valeroso e instructivo y lo elevó al nivel de Octavio Paz. Celebró que despertara de la pesadilla utopista a tiempo de espabilarnos contra el nacionalismo, el terrorismo y otras epidemias antiliberales. Fue una bienvenida no solo a la Academia sino también al campo ideológico en el que van a seguir militando juntos como dos caballeros medievales. Azúa recibió del ministro la medalla y el diploma, y culminó el rito de paso ocupando el asiento que Egido y Gutiérrez Aragón habían dejado libre entre ambos.

Levantada la sesión, evité la nube de curiosos sobre la prometida del Nobel y recuperé mi abrigo para recibir el abrazo frío de la noche madrileña.