Brexit

El primer ministro británico David Cameron/Dylan Martinez/Reuters

El primer ministro británico David Cameron/Dylan Martinez/Reuters

Por Francisco Miguel Justo Tallón, @pelearocorrer

Europa siempre ha estado atemperada por Francia, Inglaterra y Alemania. Esos tres países se han repartido las medallas y las deshonras a lo largo de la historia (a veces con permiso de España), y ahora Inglaterra dice o parece decir que se va de Europa; pareciera que el anuncio viniese acompañado de un movimiento real y la isla se fuese desplazando poco a poco hacia el Oeste, como en aquella novela de José Saramago donde la Península Ibérica se separaba del continente. El Reino Unido siempre ha tratado de preservar su independencia frente a la quimera de una Europa unida sin aranceles ni fronteras ni tensiones territoriales, pero al tiempo que recelaba de la unión trataba de beneficiarse económicamente de ella. La idiosincrasia de la isla parece llevar la contraria siempre, ese es su carácter: si todos conducimos por la derecha, ellos por la izquierda, si todos hablamos de kilómetros, ellos de millas; de tal modo que lo inglés parece una forma de llevarle la contraria al mundo.

En la Comunidad Europea del Carbón y el Acero, el germen de la actual Unión Europea, el Reino Unido se mantuvo al margen. La idea que guiaba los primeros pasos de aquella unión consistía en eliminar aduanas e intensificar el comercio entre los países firmantes, los precios se abarataron y las tarifas acabaron institucionalizándose. El acuerdo respondía a una contraofensiva que equilibrara los desmanes aliados tras el final de la Segunda Guerra Mundial: Norteamérica controlaba las zonas del Ruhr y El Sarre, fuentes de carbón y acero, materias primas vitales para la industria militar. La Comunidad Europea del Acero y el Carbón equilibró la balanza. Todos los acuerdos alcanzados en el final de la Segunda Guerra Mundial estaban aconsejados por el miedo y dirigidos por el control. Había que mantener al gigante alemán dormido, pero acurrucarle para que la culpabilidad no terminase destruyéndole.

La Europa que conocemos es el resultado de la culpa y el perdón, un constante tira y afloja entre el castigo y el premio, un conjunto de Estados que no saben ponerse de acuerdo o abrigan acuerdos precarios que duran lo que dura un instante fotográfico, en esa euforia de un segundo están cifrados todos los fracasos de la Unión Europea. Vivimos en un Continente que agoniza en el mapa político desde hace siglo y medio. Somos el rostro anciano de las formas de Gobierno y aunque inventamos la democracia no hemos aprendido nada de ella. La Unión Europea nunca ha perseguido un proyecto humanista. Bajo la bandera azul con el círculo de estrellas solo hay un objetivo: abaratar costes y aumentar beneficios. Esta lógica empresarial se revela insuficiente frente a retos reales como la avalancha de refugiados. Lo ha dicho claramente Angela Merkel: Europa es un mercado único pero no una unión social. El núcleo duro de la Unión Europea lo siguen formando los partidarios de aquel primer acuerdo del acero y el carbón. Las relaciones económicas dirigen la política, y mientras sea así los ciudadanos solo podemos ser considerados como mercancía.