Eco del paraíso

El novelista y filósofo italiano Umberto Eco/EFE

El novelista y filósofo italiano Umberto Eco/EFE

Por Rubén Diez Tocado

En su maravillosa Historia de las tierras y los lugares legendarios (ed. Lumen), de ilustrativo texto y persuasivas ilustraciones, Umberto Eco, el semiótico italiano que también -que tan bien- cultivó la novela y otros palos, dedica un elocuente capítulo a la historia cultural de los paraísos. “Entre las maravillas de Oriente se encontraba el Paraíso terrenal. (…) El Génesis cuenta la historia del jardín de las delicias en el que vivían Adán y Eva, y cómo fueron expulsados después del pecado original: Dios “echó, pues, fuera al hombre, y apostó al oriente del jardín de Edén querubines: llameantes espadas, para guardar el camino del árbol de la vida”.

Nosotros, a nuestro oriente, tenemos a Valencia y Cataluña, que últimamente persisten en mostrarse muy poco paradisíacas. Se las come la corrupción, pero en cada sangrado se enjugan con una ola nueva y mediterránea. Nihil obstat: hay mar para rato. “Después de esto”, deduce Eco, “el Paraíso terrenal se convierte en un lugar de nostalgia, que todo hombre querría encontrar pero que sigue siendo objeto de una búsqueda infinita”. Es la corriente de ideas de la que bebió Jon Juaristi para su Bucle Melancólico, donde fundamenta, con riqueza de referencias y humor dicaz, cómo los nacionalismos lo son siempre por obsesivos, y no hay mayor obsesión que la que nos inculcan desde pequeños, sobre todo si en ella encarnamos el papel de víctima. Los niños, esos corpúsculos blandos, sus ojos sin historia, nada sacrificiales, cargados con semejante yugo desde la cuna. Qué contrariedad.

Hablando de la niñez. En la mía, traveseando un día con amigos en un descampado, donde la única estructura en pie era una antigua fábrica de dulces abandonada, descubrimos un valor relevante: la verdad te la pueden estropear. Apenas pusimos el pie entre cascotes y nidos de rata, bajo la techumbre agujereada de aquella ruina, descubrimos la fuerza sonora de un potente eco. Nos prestamos a juguetear. Uno dijo: “Tebeo”. Las paredes devolvieron “beo, beo”. El aire se sosegaba y yo, más hedonista, grité: “Disfruto”. Y el eco: “fruto, fruto”. El último de nosotros, más taimado -ahora trabaja en banca-, después de aprovechar nuestra distracción para acollejarnos, exclamó: “¡Disputa!”.

La llave de la puerta del Edén la guarda una alcancía que sólo puede romperse los treinta de febrero. En la imagen tradicional del burro atado a la molienda, con su zanahoria, tan fantasmal, algunos se postulan como hombres. Son el burro. Como lo somos todos. En la era del mercadeo, no iban a quedar los paraísos ajenos a la transacción. Pero es la del mercado negro, como en la Venezuela del ideal. El demócrata, santurrón de las consignas mandatarias, observa la trapisonda. “¿Y si…?”. No: ya está todo vendido. Lo dijo aquél (¿Azúa?): cada nueva generación cree haber inventado el sexo oral.

Adivina, adivinanza: un pasaje del libro mencionado despertó en mí reminiscencias, ecos, de un partido de los nuestros, congresual. A Rajoy le afean que diga en una conversación privada que iremos a unas nuevas elecciones, como si fuera el único que lo cree, pero la estrategia de otros es buscarlas definitivamente y en secreto, por lo que les puedan reportar. Dice Umberto Eco, en paz descanse: “En las leyendas taoístas (…) se habla de un sueño en el que aparece un lugar maravilloso donde no hay gobernantes ni súbditos y todo ocurre por espontaneidad natural”. Seguro que les suena. Él se refiere al Lie Tse o Tratado del vacío perfecto. Con ese vacío llevamos manchando periódicos dos meses. La obra mencionada es del 300 d. C. Todos a calcular.