La ¿imparcialidad? de EL ESPAÑOL

Por Luis Parodi Díaz

Soy periodista de carrera licenciado en la misma universidad que mi admirado Pedro J. Ramírez. Me suscribí a EL ESPAÑOL otorgando un premio a la valentía y la pasión de su equipo más que por la búsqueda de una calidad de información o revelación de noticias que no pudiera encontrar en otras cabeceras digitales destacadas. Y reconozco que he encontrado en este periódico una estética vanguardista, fresca y de una tipografía eficaz que invita a la lectura. Reconozco que en este mes de suscripción he disfrutado una decena de buenos artículos (muy aplaudidos los de Kiko Llaneras) y que he abierto cada mañana, en China, el periódico para leerlo en la cama como desayuno.

Soy de Pedro J., su curiosidad contagia de inconformismo y voracidad a sus compañeros, sean de una u otra ideología: aspiran a destapar los bajos fondos de la política nacional y han marcado la agenda del Parlamento en España en multitud de ocasiones. Uno de sus últimos capítulos sonados concernía a los sms de Bárcenas y Rajoy. Sin embargo, vengo observando estupefacto, y me negaba a creerlo, que Pedro J está vertiendo en este periódico una frustración concebida hace más de un año en su última etapa en El Mundo. Su sesuda investigación contra el Gobierno desembocó en una inevitable ruptura con el presidente. Pero su fortuita salida del periódico que él fundó ha derivado en una digestión mal hecha que está afectando a la sustancia de su nueva cabecera y a quienes le admiramos.

He sido votante del PP de siempre, más por animadversión a la izquierda rancia española que por una militancia con los populares. Y en esta ocasión votaré a Ciudadanos, porque enarbola la bandera del liberalismo en detrimento de las derechas o izquierdas. No obstante, reconozco que Mariano Rajoy, que aun estando salpicado por la corrupción y habiendo abusado de endeudamiento, ha conseguido devolver a España el esbozo de una sonrisa, sobre todo en aquellos que no piden limosna, sino que generan dinero en este país, empresarios medianos y pequeños, los contribuyentes más leales a la causa y los más castigados.

Y tengo la sensación de que EL ESPAÑOL ha abusado de un exceso de amarillismo, de un exceso de linchamiento contra Rajoy y ha sacado los pies del tiesto para caminar en la delgada línea del equilibrismo entre rigor y chabacanería. Después de varios artículos y cartas del director de engolada crítica, estos últimos días ha reprobado hasta el desuello a Rajoy por su precipitada comparecencia en los ataques en Kabul y, este martes, como gota que colma el vaso, asegura que Sánchez, el peor oponente de la historia de la democracia, ha ganado un debate en el que sucintamente ha detallado vagas ideas de gobierno, en el que ha demostrado su baja altura política y en el que ha puesto en ridículo al PSOE. Aquí se demuestra que de aquellos barros estos lodos, y que Zapatero ha dejado una herencia de pésima calidad no solo para España, sino para unos cachorros ya crecidos.

Quizá me equivoque y mi distancia en kilómetros, que no en amor, con España o el contagio de otros aires me desconcierten, pero ahora, cada mañana, el desayuno con EL ESPAÑOL sabe cada vez peor, porque ha perdido su capacidad de sorprender y carece de imparcialidad, un coágulo peligroso para quien aspira a arbitrar nuevamente desde las cenizas el Tribunal de la Opinión Pública.