Poderosos letraheridos

Por Juan Pablo Sánchez Vicedo, @jpsVicedo.

Cuando Alfonso X componía una cantiga recitaba las estrofas como si fueran letanías. Un rey poeta es una cosa muy seria. En cada literato hay un rey destronado, pero es difícil encontrar un literato entre los reyes o en su linaje o en su clase. Don Juan Manuel, político bajomedieval y noble de alta cuna, sobrino del Rey Sabio, fue un vanidoso hombre de letras que se decía par de reyes aunque se creía por encima, como se deduce al leer El conde Lucanor. El Canciller Ayala fue un prosista dotado para la biografía antes de que ese género existiera, pero dejó pasar la ocasión de inventarlo él. El Marqués de Santillana era inteligente en castellano, latín, gallego, italiano, francés y catalán, nuestro más brillante antecesor del Renacimiento. La historia da cuenta de un puñado de españoles que robaron horas al poder y se las dieron a la literatura porque intuyeron que la política o los fechos de armas no dan la gloria o la dan engañosa.

En España, donde ha sido común transitar la literatura con destino al poder, los escritores tentados por la política son incontables en la edad contemporánea, pero solo unos pocos clarividentes han intentado el recorrido contrario. A Francisco Martínez de la Rosa, demasiado conservador para la izquierda y demasiado liberal para la derecha, podríamos etiquetarlo como el primer centrista español si nos ponemos estupendos. Fue tan consecuente que padeció la cárcel y el exilio antes de llegar a ministro y a jefe del gobierno. Pese a haberlo sido todo en la política y en las letras de nuestro XIX, hoy no se recita su poesía, no se leen sus novelas y no se representa su teatro, aunque en el madrileño Museo del Romanticismo parece que se le recuerda. 

Antonio Cánovas del Castillo, hacedor de la Restauración, escribió al comienzo de su carrera La campana de Huesca, novela basada en una truculenta leyenda medieval. Su Obra poética se reunió en un volumen publicado con ese título cuando ya era el amo de la situación. Sin saberlo enlazó dos épocas o dos regímenes al apadrinar la boda de los padres de Manuel Azaña.

Azaña habría sido un buen ministro de Alfonso XIII si la monarquía hubiese perdurado. Padeció la desgracia de reunir una fina inteligencia y una exacerbada sensibilidad, lo que le condenó a sucesivas formas de exilio. Fue un ensimismado autor de biografías, diarios y memorias cuya Vida de don Juan Valera obtuvo en 1926 el Premio Nacional de Literatura. El jardín de los frailes son unas memorias pedantes que se notan escritas para su publicación por entregas, reunidas después en un libro que algunos críticos han tomado por una novela. Allá ellos. De sus exilios íntimos pasó al exilio exterior y forzoso tras La velada en Benicarló, testamento de un perdedor válido e incomprendido. Su modesta sepultura en Montauban es un epílogo poético.

En nuestra monarquía parlamentaria también escasean los políticos literatos. Dicen que Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón es el autor de unos cuentos de terror que no he encontrado en ninguna parte. También he leído que Francisco Fernández-Ordóñez hacía versos para distraerse en sus viajes de ministro de Asuntos Exteriores. Ni rastro. Del ex ministro Manuel Pimentel consta que escribió una novela de trogloditas cuyo éxito fue que se publicara.

El mejor de nuestros políticos letraheridos es el ex presidente de la Comunidad de Madrid, Joaquín Leguina, novelista en un gremio que nos mortifica con autobiografías y ensayos. Alguna de sus novelas ha servido para el cine, lo cual no me parece un reconocimiento tan valioso como el de poner su nombre a la Biblioteca Regional. Le quieren quitar la prebenda del Consejo Consultivo, pero  así podrá dedicarse más a la literatura, ese camino que atraviesa los siglos y conduce a una fama mucho más consistente que la del poder.

Los poderosos letraheridos se distinguen por la intuición de que vale más quedar en los manuales de literatura que en los de historia. Con mejor o peor fortuna certifican, desde las alturas medievales a los años del presente, que tiene poco mérito hacer un ministro o colocar a un diputado. Es más difícil redondear un poema o poner el punto a una novela.