El origen de la arrogancia del hombre de izquierdas

Por Manuel Asur González García

Durante casi dos centurias, dos personajes atribularon la administración pública española con la impunidad de quien sirve a una causa noble: el cacique y el partitócrata. El primero, consecuencia de un defecto en el sistema electoral y el segundo secuela de un exceso: la intervención de los gobiernos en la vida profesional de los ciudadanos a través de las oligarquías de los partidos políticos. Aceradas y viejas críticas dan cuenta de ello. Estos son algunos ejemplos. Melquiades Alvarez: "En el mar proceloso de la política, cuando se ven beligerantes que enarbolan, según conveniencias, unas tras otras todas las banderas, es de razón disparar con bala y tratarlas como se tratan los buques piratas".

Ortega y Gasset: "El triunfo de la República no podía ser el triunfo de ningún partido o combinación de ellos, sino la entrega del poder público a la totalidad cordial de todos los españoles" Alejandro Nieto: "El partido es víctima de unos principios oligárquicos implacables: en la actual sociedad de masas, los partidos ya no son de masas, ni siquiera de militantes, puesto que están en manos de un aparato profesional que, a su vez, está dominado por una oligarquía muy reducida. De la democracia se han apoderado los partidos con técnicas publicitarias engañosas que no generan rechazo, antes bien, adición que proporciona felicidad."

A mi juicio, estas observaciones representan un proceso que ha evolucionado desde el cacique de antaño, hasta el de hogaño. Los nombro así: el cacique amoral, el cacique déspota y el cacique sectario o partitócrata. El primero se distingue por su amoralidad (todo vale con tal de que me vaya bien. O de noche todos los gatos son pardos). El segundo orienta la Nación para que sea patrimonio de alguna familia y persona, (reverso de la Constitución de 1812). El tercero es de última generación. Se distingue por su arrogancia sectaria. Arrogancia capaz de justificar las tropelías de los dos primeros en nombre del bienestar público y que ha cristalizado en el sentimiento moral del partidista cual dogma de perversa bondad.

Ahora bien, los arrogantes necesitan que, quienes no lo sean, vivan atados, petrificados por algún complejo de inferioridad. Pongamos las derechas. Las acomplejadas derechas frente a las arrogantes izquierdas. Arcaicos términos mortalmente heridos en 1989, pero aún coleando en el imaginario de la propaganda política española.

¿Por qué es arrogante el hombre de izquierdas? Salta a la vista. La arrogancia es un concepto moral. Digo moral, no ético. Lo moral es siempre un fenómeno colectivo, social. Desborda cualquier actitud individual, psicológica, que pertenece y define la ética.

Para responder a la pregunta nos da una pista Friedrich A. Hayek: "A lo largo de las últimas décadas, esta palabra (social), en todas las lenguas que conozco y en un grado siempre creciente, ha tomado el puesto de la palabra "moral", o simplemente "bueno". De aquí que algunos hombres de izquierda abominen de la llamada "economía libre de mercado" y la sustituyen por la "economía social de mercado".

Es valiosísima la apreciación de Hayek, pero a mi se me antoja insuficiente. Abogo por completarla, por pensarla más. No es mucho el espacio que me resta. La insinuaré. Sostengo que el empaque de la arrogancia sólo ha podido introducirse desde otro empaque de larga tradición. La tradición religiosa. Tradición cuya asimilación halló perfecta comodidad en el discurso político del marxismo, en el concepto de "lucha de clases". Un marxismo que, pese a su carácter dialéctico y materialista, muy enemigo de cualquier dualismo espiritualista, se le ha colado uno con burlona saña por la vía social, como apunta Hayek, al mezclarse acríticamente entre los poderosos entresijos del maniqueísmo.

Si los dioses del tiempo me lo conceden y EL ESPAÑOL me asiste, intentaré desarrollar más este asunto, eso sí, con arrogancia, no del partitócrata, sino con la del diablo. Parece que el tema lo pide.