La unidad

Antonio Calero/Flickr

Antonio Calero/Flickr

Por Ana María Sáinz Samitier

En los últimos tiempos se está hablando mucho de la reforma de la Constitución, se argumenta que el modelo actual no está suficientemente cerrado y bien armado y que es preciso ir a un tipo de estado decididamente federal, que fije de una manera más clara la descentralización de nuestro país, dejando atrás nuestro peculiar, por inédito, estado de las autonomías. No estoy segura de que esta sea la forma de solucionar todos los problemas de convivencia territorial, porque nada se define únicamente por el nombre, y los instrumentos para hacer realidad las intenciones solo sirven si se basan en la voluntad inequívoca de llevarlas a término con razón y honestidad.

Por eso, aprovecho la tribuna que tan generosamente me brinda este periódico para expresar mi opinión, que no pretende ser la única ni la más atinada, pero si nace de la reflexión largamente meditada desde el desgarro interno que me producen algunas actitudes que observo en mi país.

Desde mi punto de vista, para que un estado pueda ser tan descentralizado como se quiera y sin embargo íntimamente unido tienen que darse dos premisas fundamentales:

1.- Unidad no equivale a uniformidad.

2.- Sin solidaridad la unidad no existe.

La primera premisa emana de la Historia. Como ya sabemos muchas veces el pasado explica el presente, y en este caso sin ninguna duda. Sin profundizar en el tema como me gustaría, la actual España se gesta en el siglo XV tras el matrimonio de los llamados Reyes Católicos que unió los reinos de Castilla y Aragón y tras la conquista de Granada y Navarra nos llevó a la formación de un solo reino que poco a poco se fue consolidando hasta llegar a la España actual. Es decir hace 500 años que estamos juntos, que vivimos juntos, que compartimos destino. Sin embargo esos reinos que se unieron venían a su vez de una historia propia que había conformado una personalidad especial y algunos de ellos tuvieron la fortaleza de mantener su cultura, su lengua, su identidad a través del tiempo y de los distintos avatares históricos.

El resultado de todo esto es que no somos un país uniforme ni nunca lo hemos sido y solo se puede conseguir la unidad si se respeta esa diversidad. Y respetar no es meramente consentir, admitir sin entusiasmo, permitir a regañadientes. Respetar es aceptar como un hecho incuestionable la diferencia, cultivar esas hermosas parcelas de personalidad histórica, no ceder a las pulsiones recentralizadoras, traducir en la legislación las consecuencias de todo ello, porque tan injusto es tratar de forma diferente a los iguales como de igual manera a los diferentes.

Por otra parte también es preciso que los que se sienten distintos no renuncien a lo que les une a los demás, deben respetarlo y cuidarlo porque es también su patrimonio y es la manera de seguir caminando juntos sin dejar de ser lo que son. Y es necesario que admitan que la circunstancia que los ha hecho fuertes no les hace superiores, sino simplemente distintos y ese es su único y sin duda más valioso privilegio.

La segunda premisa deriva del concepto mismo de unidad que implica solidaridad. Si difícil es cumplir debidamente la primera no lo es menos la segunda. Los españoles tenemos mucho de taifas, demasiada tendencia al cantonalismo. Muchas veces da la impresión de que vivimos cada uno en en nuestro territorio y de espaldas a los otros, nos miramos al ombligo y al mismo tiempo de reojo a los demás por si nos pasan por delante. Esa actitud no genera, precisamente, la tan ansiada unidad con la que tantos se llenan la boca.

Y es que unidad significa interdependencia, compromiso, lealtad. Es sentir como propios los triunfos de los otros, es evitar a toda costa que nadie se quede en el camino, es aceptar el sacrificio cuando hace falta, es tener generosidad de espíritu para poner las experiencias propias al servicio de todos, es compartir esfuerzos, es mirar juntos haca el futuro, es continuar escribiendo la historia juntos.

Para conseguir todo esto necesitamos liderazgos fuertes. Necesitamos políticos que tengan la valentía de olvidar los cálculos electoralistas y las ambiciones personales. Políticos que estén dispuestos a darlo todo por el bien de todos, y necesitamos también que cada uno de nosotros lleve a cabo su propia revolución interna para encontrar la determinación necesaria y evitar la marcha atrás.

Es difícil pero no imposible. En cualquier caso la empresa es demasiado importante y el coste de oportunidad demasiado alto para no intentarlo.