La posteridad

Convergència Democràtica de Catalunya/Flickr

Convergència Democràtica de Catalunya/Flickr

Por Juan Pablo Sánchez Vicedo, @jpsVicedo

Los supervivientes de la transición han envejecido desiguales. Algunos han perdido la oportunidad de perdurar en una frase lapidaria, brillante y eterna. Pedro Sánchez, que acaba de nacer a la política, querría sentar a Franco en el banquillo de la Audiencia Nacional, pero Montoro no aflojó la partida presupuestaria para desenterrarlo. Aunque en 2015 hemos descontado los cuarenta años de la dictadura, Franco sigue siendo el fantasma de los progresistas. Los actores de la historia nunca aprenden.

Los megalómanos no tienen sentido del tiempo ni comprenden la sencilla urdimbre de la fama. La valoran al peso como unos traperos de la posteridad, y se hacen erigir estatuas o esculpir su nombre en latín, el idioma de los césares, ignorando que las vidas son los ríos que van a dar en la mar, donde no flotan el bronce ni el granito. Los caudillos no han leído a Jorge Manrique o lo leen pero lo desprecian. Nuestra democracia rebajó el tonelaje de los conductores de hombres, algunos de los cuales han cambiado la estatua por el retrato al óleo, pero es la misma vanidad ignorante y abocada al fracaso, es decir, al olvido o al desdén. De Espartero tan solo se recuerdan los cojones de su caballo. La estatua ecuestre de Franco ya no se ve en las plazas, y prevemos que su momia acabará cualquier día en el Museo de Historia Natural, con las fieras disecadas. Algún visionario ha intentado el libro-manifiesto antes que la estatua, tal que Jordi Pujol, el último caudillo a la antigua.

Pujol tenía dibujada su misión en 1976, año en que se publicó un libro hoy difícil de encontrar: La immigració, problema i esperança de Catalunya. Es un ensayo breve, pretencioso y legible, obra de un político que se da un chute de mesianismo para superar la melancolía del fracaso. Después de pasar por la cárcel quiere levantar una victoria personal y política. Cataluña estaba perdida o ya no era Cataluña porque los inmigrantes andaluces la habían contaminado de hispanidad, pero ahí estaba él, Jordi Pujol i Soley, profeta de una religión civil o guía de una nación de emprendedores, dispuesto a encabezar la recuperación de la patria. El libro preludia la normalización lingüística, la inmersión de los castellanohablantes en el agua purificadora de la lengua catalana, más toda la ingeniería social que después ha venido con TV3 y el dinero de las subvenciones. Entre sus líneas se atisba el aura del redentor: Pujol se sabe capaz de obrar el milagro. Su catalanismo, no obstante, es elemental y se conecta a las emociones. En él no percibimos la lucidez de Cambó y menos la de Tarradellas, demasiado hispanizado. La hispanofobia de Jordi Pujol, su neurosis obsesiva, lo acerca al último Companys.

La posteridad objeto de este artículo escapa al control de los poderosos, cuya fama se les escurre como la arena entre los dedos. Descabalgadas las estatuas, descatalogados los libros, sepultados los cuerpos en la vida o en la muerte y aventadas las cenizas de la fortuna, queda el legado inmaterial del intelecto. De Pujol habría quedado un entramado de ideas si las hubiera tenido, pero no nos deja mucho más que el oprobio de un botín en Suiza o Andorra o donde lo transfiera. Dicen de él que estaba preparado para el exilio e incluso para volver a la cárcel, en ningún caso para soportar la vergüenza. Los hombres de ideales nobles solo dejan un cajón de cartas y una frase memorable como la de Josep Tarradellas: “Ciutadans de Catalunya: ja soc aquí”. La frase que Pujol nos lega, acaso el epitafio de su vida política, es muy distinta: “¿Qué coño es la UDEF?”.

No comprendo las ganas de algunos por ver a Pujol preso. Es más justo que acarree el peso de la culpa, deambulando por el mundo de los vivos con la falsa libertad del poderoso al que han pillado y que, despojado de la doble condición de santo y mártir, malvive ensombrecido por sus antecedentes. Derribada la estatua que le erigieron en Premià de Dalt, hoy duerme un sueño de bronce en el almacén del ayuntamiento. Para quien ha amasado la gloria no hay peor castigo que ese limbo polvoriento.