El valor y la noticia

Por Marcos Fernández Lema

Cuando estábamos en la facultad nos hablaban de muchas estupideces. Vendían verdades absolutas, apóstoles del periodismo, pensando que un día nosotros salvaríamos la profesión y ellos el mundo. Se les llenaba la boca de dignidad indigna, pues para dignificar este oficio ya están los hechos, y no hace falta la venida de ningún profeta que los anuncie. A pesar de su arrogancia, que hoy es la nuestra, de vez en cuando se estiraban con algún destello elocuente, no fuera a ser que se sintieran inútiles. En todo, hasta en la mentira, existe un poso de verdad.

Una de esas clases que sí podíamos llamar lección era la que se refería al valor noticia. Como buena palabra compuesta -o al menos debiera serlo- , el valor noticia es una definición en sí misma, demasiado usada para ser manida, pues aquello que se aplica dista un mundo de ser explicado. En el día a día de la profesión resulta imprescindible, pero los lectores aún no saben que existe, mientras buscan desesperadamente su significado. Endogámicos nosotros, no hemos sabido explicar el porqué de lo que hacemos, dejando espacio a la censura más injusta, que, aprovechando las redes sociales, pretende desvirtuarlo todo con un alarde posmoderno de periodismo alternativo. Expedito terreno, mentira viral.

Desde el primer teletipo arreciaron las críticas hacia los medios de comunicación por su cobertura de los atentados de París. El espectáculo televisivo del viernes noche no merece ni una sola línea, o tendríamos que pedirle a Telecinco que haga periodismo y a los españoles que dejen de ver Sálvame. Seamos serios: esto es cosa de una élite (intelectual), así que mejor no perder el tiempo con lamentos estériles. Lo que sí resulta indignante, que no sorprendente, es el debate abierto por los mesías de siempre, a los que no les ha importado usar la ignorancia de los lectores sobre la esencia del oficio para corromperlo en función de sus propios esencialismos.

Pensar que estamos alienados por unos mass media sicarios del poder capitalista es una gran idea que merece figurar en el panteón del mejor pensamiento decimonónico, pero que solo alinea a los que la defienden en pleno siglo XXI. Lo que resulta más curioso es que, para difundirla, usen el mismo medio que los deja en evidencia, al que un día decidimos caracterizar como “red de redes”, perfecta metonimia del mundo actual. Internet no tiene más dueño que nuestra voluntad, expresada a través del blog de un periodista, del órgano del Comité Central o de EL ESPAÑOL. Y todos, hasta los que lo critican, están hablando de París.

Para cualquiera que tenga dios o humanidad, los muertos del Líbano valen lo mismo que los de la capital de la República. Pero el valor de una noticia no se mide al peso, o todos los diarios locales ahorrarían para tener un corresponsal en China en vez de malgastar recursos cubriendo los líos internos en el partido de su pueblo. Por suerte o por desgracia, París es proximidad, resulta extraordinario y evoca un conflicto novedoso de imprevisibles consecuencias. Para desgracia de los libaneses, París tiene rostro, porque podemos ir allí y descubrírselo a nuestra audiencia; para suerte de los lectores, nos debemos a ellos y no a los prejuicios ideológicos del materialismo más trasnochado.