Cuando escribir es llorar

Por Manuel Peñalver Castillo

Vuelve Larra a los periódicos, como si siguiera caligrafiando la sintaxis de los días a la hora en punto en que escribimos este artículo sobre la política que mueve la memoria en el Parlament. La ruptura con España resumida en 72 votos, desunidos, como si no existiera más prosa que la independentista; sin ningún punto y seguido que poner. Como si la alta institución solo la formaran Junts Pel Sí y la CUP.

El atropello y el esperpento, dejando las letras de oro para don Ramón María del Valle-Inclán en la piedra filosofal de la literatura. Rajoy habló y llamó de nuevo a Pedro Sánchez. Un asunto tan grave no puede ser cuestión de dos. La realidad ahora es bien diferente a la de los tiempos de González y Aznar o Zapatero y el mismo Mariano. En el insondable espejo también se miran Ciudadanos y Podemos. La luna de miel del bipartidismo terminó. Y, tal vez, no vuelva a la alta mar que otrora fue. Mariano José de Larra reflejaba en Horas de invierno (artículo publicado en El Español, el 25 de diciembre de 1836) la semántica y la palabra convertidas en periodismo: «Escribir en Madrid es llorar, es buscar voz sin encontrarla, como en una pesadilla abrumadora y violenta. Porque no escribe uno siquiera para los suyos. ¿Quiénes son los suyos? ¿Quién oye aquí? ¿Son las academias, son los círculos literarios, son los corrillos noticieros de la Puerta del Sol, son las mesas de los cafés, son las divisiones expedicionarias, son las pandillas de Gómez, son los que despojan, son los despojados?».

Una escritura así solo regresa cuando el Govern desoye al Tribunal Constitucional y el pulso al Estado es gramática que desciende a la Casa de Hades, mientras arde el software del iPhone 5. El pobrecito hablador, Kapuscinski, Umbral, Talese o Tom Wolfe dirían que la sinrazón es la penumbra de la ceguera. La CUP y Mas tampoco se entienden. El reloj ya no es sucesión y exactitud, sino engaño o metáfora fingida que no resplandece en su nombre, sino en el adjetivo que bebe su triste olvido. Largas noches en los anales de una métrica que nos hizo ver que el problema catalán cogía la dirección equivocada para llegar adonde ha llegado, sin que nadie se anticipara a cambiar tan erróneo destino.

Repican las campanadas de la ley. Que así sea, si se consiguen logros mayores en esa senda en la que hasta el fuego hiela la piel de una situación que se consume en su agonía. El diálogo se ha convertido en una aventura forjada en el quinto libro de una metafísica que nunca será la de Aristóteles al principio de su recuerdo. Artur Mas parece que se ha encomendado al insomnio como si fuera un emoticono fuera de su contexto, que pudiera ser el referente que justifique tanto dislate y tanta mentira, no se sabe muy bien en nombre de qué patria o de qué pueblo. Nadie esperaba que en las calles de Barcelona dos y dos fueran cinco en la lectura de los versos que tantas veces leímos en la clandestinidad; cuando la esperanza era la música que oíamos en la tácita lexía que renace.

Duele España y duele Cataluña, como endecasílabo que formó parte del mismo soneto cumpliendo su labor para alcanzar las páginas de la historia, que tuvo sentido como un pasado que vuelve. Sin embargo, después de escuchar a Anna Gabriel, hija de un onubense y de una murciana, portavoz de la CUP, decir que el texto que han aprobado supone «rechazar la imposición españolista que se impone por encima de la realidad democrática que hay en Cataluña», escribir es llorar con el corazón. Leer a Larra, maestro del género, es, de nuevo, una sílaba anterior a la primera. Una metalingüística que nos revela que no podemos estar de forma continua en el infierno que hace retumbar las palabras insensatas.

La política, tal como la entendimos en el manual de la democracia y en la letra de la Constitución, es tejer el porvenir con la mano izquierda y con la mano derecha. Versificar el timbre de las rimas que se hacen poema un siglo después. Cantar la paz y la libertad a un mismo tiempo. Soñar la felicidad de tantas cosas queridas. Y recordar a Gandhi cuando surcamos las infinitas avenidas del mundo: «Nadie puede hacer el bien en un espacio de su vida, mientras hace daño en otro. La vida es un todo indivisible». Caín sigue matando a Abel. Menos mal que, en medio de tanto puñal, escuchamos la voz de Arrimadas. En el debate dejó Artur Mas igual que Iñaki Williams al portero y a los defensas del equipo contrario: mirando al infinito y en estado de shock.