El descarrilamiento

EFE/Quique García

EFE/Quique García

Por Mario Martín Lucas

Ha pasado escasamente un mes desde el 27-S, cuando 1.957.348 catalanes votaron, bien a Junts Pel Sí, bien a la CUP, mientras que 2.120.586 lo hicieron a partidos constitucionalistas. Tras los acontecimientos vividos desde entonces, se percibe un cierto agrietamiento entre votantes catalanes, nacionalistas de buena fe, defensores del derecho a decidir y reclamantes de una consulta sobre la autodeterminación de Cataluña, pactada de forma legal, con garantías similares a las desarrolladas en Escocia o Quebec; que si bien apoyaron la lista encabezada por Raúl Romeva, con Artur Mas en su cuarta posición, perciben que se ha ido más lejos y más allá de lo que del seny catalán se debe esperar, observando precipitación e incertidumbre en un proceso con demasiadas incógnitas.

La recién elegida presidenta del Parlament, que debe representar a todos los miembros electos de la cámara y a todas sus sensibilidades, finaliza su discurso inaugural con un ¡Viva la República Catalana!, para horas después hacerse pública una resolución política de Junts Pel Sí y la CUP para su trámite en la cámara autonómica  e iniciar el proceso independencia de Cataluña, apoyados en 72 de sus 135 escaños, con una mayoría parlamentaria pero imponiendo la voluntad del 47% del pueblo catalán al 53% restante. Es decir, sin la adecuada legitimidad democrática, pero además la forma elegida para hacerlo no se ajusta a una declaración unilateral de independencia, sino que supone, de hecho, una declaración de insurgencia que sitúa el proceso fuera del derecho internacional.

Visto con perspectiva, ¿qué necesidad tenía Artur Mas de anticipar el proceso electoral a septiembre y no esperar al año 2016, tras las elecciones generales de diciembre que, con toda seguridad, dibujaran una realidad política distinta e, inclusive, distintos interlocutores con el gobierno de España? Todo ello para cosechar el fracaso que supone no haber obtenido la mayoría social de los apoyos a su tesis soberanista, en lo que él mismo definió como unas “elecciones plebiscitarias”, e incluso depender de la CUP para conseguir ser reelegido, dejándose en el camino más de 20 diputados de su CDC, reteniendo, tan sólo, 2/3 de los diputados con los que contaba antes, diluyendo el peso de su formación política en otras siglas.

Artur Mas es preso de sus propias decisiones y de sus contradicciones, un líder bajo cuya dirección su partido político ha ido perdiendo peso en las sucesivas contiendas electorales. Es presidente en funciones de la Generalitat, sin garantías de ser reelegido, acosado por la corrupción al ritmo del 3% que asola a CDC, a su padrino político, Jordi Pujol, y a toda su saga; profundamente herido por haber sentido la desafección de los catalanes al no contar con la mayoría de sus votos para su “plebiscito” del 27-S y obsesionado con un choque con el Estado español que bordea lo irracional.

Al otro lado del tablero, el presidente del gobierno de España, Mariano Rajoy, utiliza el único argumento de la legalidad cuando el problema que subyace es político, más allá de los efectos contaminantes de la corrupción que lo rodean. Este problema nunca debería haber llegado hasta aquí, tanto el Sr. Mas, como el Sr. Rajo han demostrado las dificultades que encuentran a la hora de la negociación y el dialogo, pero es momento de política con mayúsculas y se debe, y se puede, reconducir esta situación. Es tiempo de estadistas y no de políticos cortoplacistas.

La vía utilizada es errónea, sólo lleva al descarrilamiento de dos trenes que parecen circular en sentidos contrarios el uno del otro y a alta velocidad. Hay otras opciones diferentes de la independencia de Cataluña respecto de España o de la suspensión de la autonomía catalana, aunque quizás para ello sea necesario el cambio de “maquinistas”, tanto en Madrid, como en Barcelona. Mas y Rajoy se han convertido en parte principal del problema.