La discapacidad espiritual de la izquierda

Por Maria Luz Simon Gonzalez

Ser de izquierdas en la España de la transición para una adolescente que quería más justicia y libertad en el mundo era casi obligado.

Y yo era de izquierdas, no comunista, nunca comunista ya que tenía clara su falta de libertad después de medio perderme con 15 años en la Sofía de 1980 y poner de los nervios a los adultos responsables de mi seguridad que me decían: ¡qué te has creído, esto es una dictadura de verdad!

Yo me definía anarquista, vestía de blanco y negro, pintaba Aes acratas en la pizarra de mi colegio de monjas y animaba a mis amigas a ir a manifestaciones antiOTAN y "bases fuera". Leía proclamas anticapitalistas en festivales del colegio ante la mirada atónita e indignada de los padres más conservadores que velozmente exigían explicaciones a la dirección del centro.

Y un buen día empecé a colaborar con un grupo que organizaba actividades para discapacitados. Bueno, ahora son discapacitados, entonces eran minusválidos como palabra que llegaba superando el concepto inaceptable de cojo, manco o tonto. Hacíamos excursiones, les llevábamos a la piscina o jugábamos en un local. Teníamos una organización en dos secciones, un grupo con discapacitados adultos que formaban parte fundamental de la dirección y otro grupo con discapacitados niños y monitores que pintábamos más bien poco aunque allí se insistiera que era una formación de tipo asambleario y eramos todos iguales, muy de izquierdas y muy majos.

Pues bien, el grupo de monitores de niños organizamos un campamento de verano en Cádiz, 16 horas de viaje, dos trenes, un autobús, 12 niños: cuatro en silla de ruedas, un ciego, dos discapacitados psíquicos a los que llamábamos Zipi y Zape por su físico y capacidad de organizar la marimorena en un santiamén, dos hermanos que ayudaban, tres niños con discapacidades importantes pero que podían andar y cuatro monitores: dos de 15 años y otros dos de 18, 19.

Perspectiva complicada pero con toda la ilusión de la adolescencia para derrumbar cualquier obstáculo. Lo que no podíamos imaginar es que, dado que la administración pertinente que nos había designado un dinero se retrasaba en el pago, íbamos a encontrarnos con que la decisión de organizar un festival para recaudar fondos suponía un ataque frontal a los conceptos anquilosados y demagógicos de nuestros queridos colegas de la sección de adultos. Pues estos individuos consideraban que pedir dinero para que nuestros niños disfrutaran de 15 días en Cádiz y salieran de sus vidas tristes, muchas veces pobres y siempre difíciles, era como solicitar caridad y no lo que de verdad debíamos buscar: SOLIDARIDAD. Como aquello nos parecía francamente absurdo organizamos nuestro festival y sacamos dinero para la mayor parte del viaje a la espera de la ayuda estatal.

Nos fuimos, disfrutamos, volvimos, sentimos que aquellos 15 días serían para muchos los más hermosos que habían tenido y nos enfrentamos al peor escenario: el dinero había llegado pero la dirección no estaba dispuesta a darnos nuestra parte por la indisciplina al realizar el polémico festival. En Cádiz nos exigían el dinero y nosotros no queríamos ni imaginar que podía pasar si teníamos que acudir a nuestros padres para solventar aquel follón. No importaba la felicidad de los niños, sólo importaba demostrar al mundo que el dinero, dado por los ciudadanos con toda la buena voluntad de ayudarles pero sin invocar en la dádiva la palabra solidaridad, era repudiable. Para ellos esas pequeñas risas junto al mar, ese olvido de la desgracia de nacer pobre y discapacitado, de los cuatro pisos sin ascensor que les separaban de pasear aunque fuera en silla de ruedas, de un futuro donde la muerte se vislumbraba como la posibilidad más cercana, o de los dolores que en el silencio de una habitación podían llegar cuando menos se esperaba, todo eso no eran más que justificaciones de niños bien para acallar sus conciencias y no verdadera dedicación a lo importante: cambiar la sociedad, sufriera quien sufriera por el camino, al fin y al cabo así son las revoluciones.

No, los niños con nombres y apellidos para los que éramos lo mejor que les había pasado no importaban, sólo importaba su lucha porque el mundo fuera solidario y no caritativo. Poco importó que una vez resueltas las deudas con otro festival y una rifa tiráramos la toalla ante aquella pandilla para los que las personas valían menos que las palabras.

Entonces no entendía por qué aquellos sujetos de repente se habían convertido en extraños, poseídos por ideales insensibles a los individuos con los que habían compartido risas y juegos. En ese momento creía que era algo específico de aquel lugar. Pasando los años comprendí que esa discapacidad espiritual tendía sus redes de forma característica y con demasiada frecuencia sobre la izquierda.