Volvamos a tomar Breda

Bernt Rostad/Flickr

Bernt Rostad/Flickr

Por Santiago González Escobar

“Estoy firmemente convencido de que España es el país más fuerte del mundo. Lleva siglos queriendo destruirse a sí mismo y todavía no lo ha conseguido. El día que deje de intentarlo, volverá a ser la vanguardia del mundo”. Y es que, verídica o no, esta célebre cita siempre atribuida al canciller Otto von Bismarck es una prueba irrefutable de la idiosincrasia del pueblo español.

Desde aquella temerosa fecha de la historia, allá por el año treinta y seis, nuestra Hispania de glorias y vergüenzas ha culminado su fractura total, cuasi irreconciliable, entre dos bandos que bien podrían reencarnarse en aquellos dos españoles que, a garrotazo limpio, Goya inmortalizó a principios del XIX.

Tintada de rojo y tintada de azul, la España de hombres buenos estuvo condenada al más triste y oscuro ostracismo. Un féretro de progresismo hecho país. Un episodio nacional deshonrosamente alargado en la historia desde la traición del vil Fernando VII.
Sin embargo, ninguna nación encuentra el sendero al Olimpo en continuas lamentaciones. Como si aquellos que carecen del valor necesario fuesen la única opción a la que aferrarnos para hacer de nuestra intrahistoria –en el sentido de Unamuno- un cuento feliz. Ya basta de pasillos estrechos en los que permanecen arrinconados el patriotismo honrado y el orgullo de ondearlo al viento.

¿Dónde está la patria? No, por cierto, en aquellos patrioteros derechones que pronuncian juramentos estériles cargados de sentimentalismo artificial, bandera en mano y jersey al cuello. Eso, mientras sus provechos reposan lejos, allá por tierras helvéticas, a la vez que se vanaglorian de tributar fielmente a las arcas vilipendiadas que gobiernan. Y tampoco está -y mucho menos se le espera- en aquella jungla acomplejada llamada izquierda. En aquel rincón de elefantes apoltronados en discursos de clase que juegan a crear naciones cada vez más pequeñas.

El patriota no es aquel que se vanagloria de haber nacido en su tierra, sino aquel que -como diría Lucas Mallada- encuentra la noble pasión por engrandecer la tierra donde uno ha nacido, que es bien distinto. Pues los males de la patria son los males del pueblo, y aquellos que pretenden enjuiciar bajo el yugo de la moral única a los que aman su tierra y quieren el progreso para ella no son más que pobres, pero muy ilustres, ignorantes.

El patriota se enorgullece de las virtudes de sus hermanos, pero también reconoce sus defectos. Lee su historia, se deleita con sus epopeyas y se avergüenza de sus deshonras. Juzga su pasado y mira al futuro con esperanza por difuminada que esta se encuentre.

No obstante, alejémonos de todo intento por ideologizar la patria, la nación, y convertir el sentimiento de patriotismo en ideología nacionalista, siempre cargada de resentimientos, complejos y odio. Pues tampoco es nacionalista quien alza la bandera en su día, ni mucho menos aquel que lo hace el resto. El nacionalismo es cosa de necios, sea de España, de Cataluña o de la China Popular.

Y es que, en 1625, los príncipes y reyes de la vieja Europa contemplaron, atónitos, cómo desde el ocaso de un imperio desgarrado y con más gloria pasada que éxitos presentes, el orgullo español ascendía desde las sombras para asombrar inesperadamente al mundo. Era la hazaña de un pueblo que siempre rugía. Era la toma de Breda. No obstante, no quisiera que el lector entendiese este alegato como una proclama militarista –nada más lejos de la realidad-, sino como una forma de hacerle entender que la derrota no es una opción a tener en cuenta por incierto que sea el camino. Porque, como dijo Joaquín Costa: “No queremos, no, abandonar España, por esquivar la terrible carga de levantarla”.

Piensen lo que más les plazca de mis palabras, pero si cada hombre sensato de este rincón ibérico hiciese gala de esta aciaga soflama tal vez fuésemos esa vanguardia a la que se refería Bismarck. Tal vez. Y podrán dudarlo, pero jamás me arrebatarán el beneficio de la duda.