A los leones

Por Rubén Souto Gómez

Desde siempre me han gustado los leones. Mi primer recuerdo es de cuando mis padres nos vestían de “elegante” en las veraniegas tardes de domingo para irnos a tomar unos vinos a la plaza de España en familia y a los más “renacuajos” nos mandaban a jugar al fondo de la plaza, ante los vigilantes leones del parque, para no molestar.

Aquellos famélicos leones, cuatro para ser exactos, fueron durante años los sufridores compañeros de nuestros juegos, los acariciábamos, los toqueteábamos y rayábamos, sin saber de ellos más que que les gustaba estar sentados y que les daban poco de comer, porque se les notaban mucho las costillas.

De su verdadera historia no supe nada hasta que en una de esas tardes y después de haberme peleado con mi hermano por alguna tontería, mi abuelo, que era un hombre de pocas palabras, se acercó a mí y me contó que cuando él tenía mi edad aquellos leones escupían agua. Fue curioso, porque en ese momento descubrí que la boca no la tenían abierta por hambre. Y es que a él mi bisabuelo ya le había contado que esos leones escupían agua porque eran marineros y habían llegado en galeón a La Coruña desde Sargadelos, donde los habían fundido y después los trasportaron hasta Lugo sobre carros tirados por bueyes para hacer la fuente de la matrona de nuestra ciudad. Pero eso fue hace mucho.

Ya han pasado unos años desde que los jubilaron y los trasladaron a uno de los museos de la ciudad. A veces voy a verlos y puedo confirmar que aún siguen con la boca abierta. Estoy pensando seriamente en llevarles miguitas.