De centro de facturación pionero a gimnasio

Hernán Piñera/Flickr

Hernán Piñera/Flickr

Por Montserrat García González

Suelo coger el metro con cierta frecuencia en la macro estación de Nuevos Ministerios, con una señalización bastante mejorable, por cierto. En el acceso por Paseo de la Castellana pares vi hace ya más de un mes un cartel inmenso anunciando la próxima apertura de un gimnasio subterráneo. 

Hasta hace poco por la entrada de Castellana pares se accedía a un amplísimo vestíbulo donde se ubicaban muchas cintas transportadoras de maletas y mostradores, como en los aeropuertos. Ese centro de facturación, pionero en el mundo, se inauguró en mayo de 2002. Los pasajeros irían cómodamente en el metro hasta el aeropuerto sin sus maletas, que habrían sido facturadas previamente por atentas azafatas. Mira que he pasado veces por ese vestíbulo durante estos 13 años. Puedo asegurar que jamás, jamás, he visto una sola maleta moverse por las cintas. Sí que veía a señoritas de alguna compañía aérea conteniendo los bostezos, sentadas en sus sillas, aburridas mortalmente porque allí nadie facturaba nada. Eso, en los tiempos en que todavía no se pasaban las maletas por rayos X. Cuando fue necesario este trámite, como allí no tenían la infraestructura adecuada, se dejó morir –aún más si cabe- este flamante centro madrileño de facturación en pleno centro de Madrid. Quizá, siendo mi memoria generosa, podría decir que funcionó -bajo mínimos- dos años. Me encantaría saber cuántas maletas viajaron desde Nuevos Ministerios a Barajas. Sería curioso conocer cuánto se invirtió por maleta.

Las señoritas de las compañías aéreas encargadas de poner pegatinas a maletas inexistentes, pronto desaparecieron. Sin embargo, durante bastantes años allí subsistían –como podían- dos mostradores de alquiler de coches. Había una comisaría y yo atisbaba cuando pasaba por allí, presurosa, un parking sin apenas coches. No sé si por precios prohibitivos o por qué. En pleno Paseo de la Castellana ese aparcamiento estaba siempre vacío.

Unas Navidades a alguien se le ocurrió usar ese estupendo vestíbulo para entregar los dorsales de la San Silvestre (la carrera popular del 31 de diciembre). También instalaron allí un Belén al que llevé a mis hijos cuando todavía acompañaban a los papás a esas actividades –ya son universitarios, así que uno se puede hacer idea del tiempo que las instalaciones originarias han estado en completo desuso- . A veces se ha usado para fines más altruistas como la donación de sangre. Siempre, por supuesto teniendo de fondo la decoración con fotos de morros de aviones, las cintas transportadoras y los taburetes polvorientos donde se aburría el personal de las compañías aéreas, como mudo testimonio de aquella mastodóntica e inútil inversión.

Entre medias de esos escasos eventos, el vestíbulo era un remanso de paz donde la gente que lo conocía comía un bocadillo, leía un libro, se guarecía del frío invernal, echaba una cabezada, o practicaba modernos bailes de rap –porque el suelo era estupendo para deslizarse- al ritmo de un reproductor casero.

Lo que es la costumbre, cuando este verano vi una cuadrilla de obreros taladrando, empolvando, levantando muros, sentí que me quitaban algo inútil, pero algo muy mío. Eran para mí como restos arqueológicos a los que había cogido cariño, una oda a lo absurdo, un monumento a la presunción municipal, un recordatorio permanente del despilfarro. Todo ha desaparecido ya tras unos muros vulgares, blancos, donde un gran cartel indica: “próxima apertura de gimnasio económico”.

¡Suerte a los del gimnasio! Espero que tenga más éxito que el centro de facturación pionero en el mundo, que se quedó en un mero lugar de paso hacia una estación de metro, la de Nuevos Ministerios, que sigue muy mal señalizada.